Los cuatro puntos cardinales son tres: el Norte y el Sur.

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viernes, 24 de octubre de 2014

Cuento chino: "El bostezo"


 Prefacio:



¿Miel.... o resina....? Ícaro


Quieto.

Se hallaba en el nudo de un valle de pizarras negras.

Sus palmas maniatadas, sus pies liberados.

Quid pro quo.

Y áquel tronco torcido, enhebrado 90º al averno buscaba sistemáticamente la cara oculta de la miel de su padre.

Pero las ramas, la sombra, siempre ellas... ensombrecían, entorpecían, disimulaban y difuminaban la claridad. La maldita y perdida luz. La resina de la querencia, la savia sabia...licuaba y nutría la nada de esperanza, de paciencia.

Coagulos en el alma.

Podía mover su testa, pero no sus brazos. Debía dar pasos, pero sus tobillos eran matorrales, zarzas y rastrojos.

Apenas dormía. Estar en pie, dificulta que la guardia se enrosque en la duermevela. Estar en pie y ser patada.

Llevaba meses en la misma posición. Incómodamente locuaz. Inhumanamente condescendiente y cómplice.

Seguía quieto.

Tan quieto, que los gusanos, las liendres, las larvas y la arenisca; el farfollar de la bruma y el lucero del polvo sembraron de cintura para abajo un jardín monstruoso.

Crecieron horrores, cangas, falacias, hiedras de traición. Se encaramaban por su cara oculta...los malos modos de castillos de aire negro. Las espinas troquelaban calaveras morales y las orquídeas se engullían, malvivían con los pétalos que la caja de las mariposas pudren, mustian y aderezan la casa invisible de los horrores.

Ese era su hogar, un lugar desencantado.

Un lugar donde los cuentos chinos se enmarcan y lo auténtico se cocina. Un páramo donde se da cobijo a los mayores pecados: la deslealtad, la deshonra, la indignidad, la desidia, la venta al por mayor que el Diablo amasa y engorda.

Y así, mientras transcurrieron los meses impávidos y turgentes, malolientes y endemoniados.

Los pies de uno volaron, las manos de ella se engrilletaron.

El alma de uno se liberó, y la otra se esclavizó.

El vivir fue para él, el malvivir de ella la corrompió.

Y todo, absolutamente todo, se deshilvanó con áquel bostezo que antes que la primavera traicionara al invierno, la miel de sus labios convirtió en la resina de una jaula que como cárcel voló al paraíso de los ciegos.

El edén estaba amortajado.

Y el horror sembrado.

Ahora crece el deliquio, la usura, la traición y el ocaso.

Desde ese bostezo, él libero sus manos para perfumar, sus ojos para volar, sus pies para nadar, sus sentidos para contemplar y su corazón para podar.

Ahora los cuentos chinos tienen precio. Un precio que la vida devolverá con creces y rubrica.

La anciana cornada de promesas enterró vivo al amor más puro y noble.

La arruga es bella y la belleza, intangible.

El amor es una arruga, un pliegue que el tiempo jamás bostezará.

Pero áquel cuento chino acabó por ser una verdad enferma.

Un bostezo traidor, desleal.

La magia de Voltaire, de nuevo ante la veleta de la vida.

"Nada nos hace más vulnerables que la soledad, excepto la avaricia".

¿Al corazón....?

Uno lo entregó en cuerpo y alma, ella lo vende por pura codicia y desamor.








jueves, 16 de agosto de 2012

Tu más profunda piel

Dibujo Evelyn McHale






Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas y la mía --sábelo, allí donde estés-- es el perfume del tabaco rubio que me devuelve a tu espigada noche, a la ráfaga de tu más profunda piel. No el tabaco que se aspira, el humo que tapiza las gargantas, sino esa vaga equívoca fragancia que deja la pipa, en los dedos y que en algún momento, en algún gesto inadvertido, asciende con su látigo de delicia para encabritar tu recuerdo, la sombra de tu espalda contra el blanco velamen de las sábanas.

No me mires desde la ausencia con esa gravedad un poco infantil que hacía de tu rostro una máscara de joven faraón nubio. Creo que siempre estuvo entendido que sólo nos daríamos el placer y las fiestas livianas del alcohol y las calles vacías de la medianoche. De ti tengo más que eso, pero en el recuerdo me vuelves desnuda y volcada, nuestro planeta más preciso fue esa cama donde lentas, imperiosas geografías iban naciendo de nuestros viajes, de tanto desembarco amable o resistido de embajadas con cestos de frutas o agazapados flecheros, y cada pozo, cada río, cada colina y cada llano los hallamos en noches extenuantes, entre oscuros parlamentos de aliados o enemigos. ¡Oh, viajera de ti misma, máquina de olvido! Y entonces me paso la mano por la cara con un gesto distraído y el perfume del tabaco en mis dedos te trae otra vez para arrancarme a este presente acostumbrado, te proyecta antílope en la pantalla de ese lecho donde vivimos las interminables rutas de un efímero encuentro.

Yo aprendía contigo lenguajes paralelos: el de esa geometría de tu cuerpo que me llenaba la boca y las manos de teoremas temblorosos, el de tu hablar diferente, tu lengua insular que tantas veces me confundía. Con el perfume del tabaco vuelve ahora un recuerdo preciso que lo abarca todo en un instante que es como un vórtice, sé que dijiste "Me da pena", y yo no comprendí porque nada creía que pudiera apenarte en esa maraña de caricias que nos volvía ovillo blanco y negro, lenta danza en que el uno pesaba sobre el otro para luego dejarse invadir por la presión liviana de unos muslos, de unos brazos, rotando blandamente y desligándose hasta otra vez ovillarse y repetir la caída desde lo alto o lo hondo, jinete o potro arquero o gacela, hipogrifos afrontados, delfines en mitad del salto. Entonces aprendí que la pena en tu boca era otro nombre del pudor y la vergüenza, y que no te decidías a mi nueva sed que ya tanto habías saciado, que me rechazabas suplicando con esa manera de esconder los ojos, de apoyar el mentón en la garganta para no dejarme en la boca más que el negro nido de tu pelo.

Dijiste "Me da pena, sabes", y volcada de espaldas me miraste con ojos y senos, con labios que trazaban una flor de lentos pétalos. Tuve que doblarte los brazos, murmurar un último deseo con el correr de las manos por las más dulces colinas, sintiendo como poco a poco cedías y te echabas de lado hasta rendir el sedoso muro de tu espalda donde un menudo omoplato tenía algo de ala de ángel mancillado. Te daba pena, y de esa pena iba a nacer el perfume que ahora me devuelve a tu vergüenza antes de que otro acorde, el último, nos alzara en una misma estremecida réplica. Sé que cerré los ojos, que lamí la sal de tu piel, que descendí volcándote hasta sentir tus riñones como el estrechamiento de la jarra donde se apoyan las manos con el ritmo de la ofrenda; en algún momento llegué a perderme en el pasaje hurtado y prieto que se llegaba al goce de mis labios mientras desde tan allá, desde tu país de arriba y lejos, murmuraba tu pena una última defensa abandonada.

Con el perfume del tabaco rubio en los dedos asciende otra vez el balbuceo, el temblor de ese oscuro encuentro, sé que una boca buscó la oculta boca estremecida, el labio único ciñéndose a su miedo, el ardiente contorno rosa y bronce que te libraba a mi más extremo viaje. Y como ocurre siempre, no sentí en ese delirio lo que ahora me trae el recuerdo desde un vago aroma de tabaco, pero esa musgosa fragancia, esa canela de sombra hizo su camino secreto a partir del olvido necesario e instantáneo, indecible juego de la carne oculta a la conciencia lo que mueve las más densas, implacables máquinas del fuego. No eras sabor ni olor, tu más escondido país se daba como imagen y contacto, y sólo hoy unos dedos casualmente manchados de tabaco me devuelven el instante en que me enderecé sobre ti para lentamente reclamar las llaves de pasaje, forzar el dulce trecho donde tu pena tejía las últimas defensas ahora que con la boca hundida en la almohada sollozabas una súplica de oscura aquiescencia, de derramado pelo. Más tarde comprendiste y no hubo pena, me cediste la ciudad de tu más profunda piel desde tanto horizonte diferente, después de fabulosas máquinas de sitio y parlamentos y batallas. En esta vaga vainilla de tabaco que hoy me mancha los dedos se despierta la noche en que tuviste tu primera, tu última pena. Cierro los ojos y aspiro en el pasado ese perfume de tu carne más secreta, quisiera no abrirlos a este ahora donde leo y fumo y todavía creo estar viviendo.


Julio Cortázar