Amé en aquella mirada lo que había de sospecha. Y el miedo de las cosas tenía en aquel espejo la ilusión de disentir del futuro. Contacto: jrubaz@hotmail.com
Los cuatro puntos cardinales son tres: el Norte y el Sur.
El tallaje me inquieta.
Un repelús maravilloso amalgama.... el enclave. Y un tejemaneje rutinario esclarece... el entuerto.
De clavar. De claudicar.
De cabal.
De cabestro.
De cabizbajo. De candado. De cornucopia.
Sus alas copulan toda la sinergia de colores, endemoniadamente serenos y
todo el esplendor de nuevos sabores, terriblemente particulares e
indivisibles.
El matiz es un dulce veneno que nutre.
Tan en paz que me acongojo. El palafrenero
ciñe la canana a la sombra errante y la cascarillada palangana de
porcelana refleja el hondo y mármoreo olvido de huellas añejas, rancias y
estríadas. Quizás miccionar contra un muro de arenisca a dos palmos salpica sin lugar a dudas un par de detalles reveladores: El primero es nítido, del charquito nace un barro íntimo que purga al siguiente paso. Y
el otro, dibujar ramas de árboles con el orín contra un paisaje
amurallado de empinada arenisca alivia con meridiana ligereza las
alforjas del pasado que por llegar transita imperecedero en ese yugo
de mhiel o de hmiel. Conclusión: No hay tentación que se resista a pisar charcos. Y
esas pícaras gotas de orina ardiente son jugosa fruta prohibida que el
muro nos ofrece sin ofensa y sí con fruición tan alevosa como
placentera. Se ha mojado el cielo. A la legua una lengua se deja morder. El paladar siempre es un escondite....
El/la Switch...transita, entreabre, concede; entre el rol sumiso y el rol
dominante, existen ligaduras y no hablo precisamente de ataduras, grilletes, atamientos, mordazas, ni siquiera del mercurio de
la adrenalina.... me refiero a esos lazos que no pueden controlarse....
los sentimientos. El sumiso odia y asume, el placebo se destruye entre
la queratina de la herida lamida y como se pondera lo que se
inflinge.... el hacedor, el amo interpreta perfectamente su investidura y
doblega la catarsis como enfrentamiento entre el poder donado y
el regalo de la servidumbre. El gran juego secreto es interpretar y
alternar las órdenes y la gracia; la súplica y el sometimiento.
Un/a perfect@ switch es quien asume con naturalidad y
perfeccionamiento esos roles desde donde el dolor físico se canaliza
hacía un conocimiento mental..... la adrenalina se infla hasta degradar
al dolor en un placer extrañamente controlado cuando se procede al
intercambio de papeles, al onírico y orgásmico nirvana que sólo la
armonía del dueto mente-cuerpo, cuerpo-mente acometen.
Juegos de inmovilidad y atamientos, escatológicas pinzas y travestismo
en la privacidad del rol escenificado otorgan un atenuante, un alter ego
donde el sexo olvida su condición de poseidón.
Alcanzar ese grado de libertad no precisa que estés sometiendo, ni asumiendo.
Entre la atadura y la inmovilidad existe un desfiladero donde la
libertad se descubre y postra ante la confianza, la complicidad y la
hechura del hacer sin tener que darnos explicaciones confidentes o
preguntarnos porques sistemáticamente.
El verdadero poder es influir o modificar la conducta de quien comparte dichos juegos.
El verdadero poder es que te aten y que liberen la mente. Tu cuerpo no
deja de ser un mero trapo al compás del viento del susurro.
La entrega no es una disciplina. La disciplina es la verdadera entrega
inmaterial de lo que se desea poseer y lo que nos dejan creer que
poseemos.
Cuestión de principios finales.
Las catedrales se dejaron construir como cunas y nidos, como anidas y acunas... como encuentro furtivo donde el silencio es el gran pasante y paseador..., morada indómita de la fé en nosotros mismos y en el látigo del día a noche... templos de almas apologéticas y necesitadas del transpirar... codo con codo... mirada en mirada... mano a mano.... Se dejaron hacer.
Jose, era una niña pecosa, muy pecosa... cara afilada y cejas frondosas, nariz griega y pómulos rosados, de mármolcarne ámbar, de tirabuzones trigales, espigados y abundantes, casi rococós que escondían su pequeña frente, no medía más de metro y medio. Sus ojazos azabaches iluminaban a todo áquel que osaba sostenerle la mirada. Largas pestañas y media cuchara de ojeras como hendiduras que no hacían sino que incrementar la fuerza de su mirada.
Su boca era pequeña, sin apenas frontera entre la comisura y el esbozo. Y sus labios miméticamente pausados, chascarilleaban y musitaban, rojos como una manzana envenenada de fulgor, pequeñas palabras y grandes ideas. Apenas hablaba, no decía mucho. Creía, sentía que para decir nada, todo se macera mejor en esa pecera del imaginario. En el camino de los hechos. En el trecho del silencio. Era pequeña, pero su corazón enorme. Era una retaca, pero sus garabatos, sus trazos adivinaban que lo habitual, la costumbre son hechuras que a ella no le atraían nada. Todo lo que clamaba de su gris, esa roja manzana lo mordía tierna, ácidamente. Masticaba con un arte inusitado para su corta edad.
Mentón redondo, y un pequeño botón de guisa por hoyuelo, lóbulos suaves casi imperceptibles imantados a sus sienes. Su rostro era un túnel perfumado de fotogramas vintage, retros de aquella cáustica y neumática salubridad que amordaza lo que sus adentros hervían, creaban y dibujan ante la gran pizarra de su pequeña escuela, sobre un lienzo en su fría habitación o bajo la nube de la inventiva y el bosque del batiburrillo que aquella fuente de la fantasía manaba.
Tenía poco más de doce años. Llevaba la raya al lado derecho y un remolino furioso colmaba la áurea de su sombra, cuna de su infante andar, sólo serenaba ese amasijo de cabellos rebeldes una pizca mesada de colonia suave, afrutada de esencia a mandarina, o almizcle... se calmaba la furia de su cocorota inaudita, impulsiva e inteligente. Surcaban sus pequeños y rechonchos dedos el ritmo cadencioso y languido de su tupida melena. Y así mientras se peinaba sin cepillo, sus manos recordaban a su cabecita, que mientras el riego hierve y transita, el camino del augurio, siembra.
Jose, siempre llevaba vestidos, diademas, peplos, rebecas orondas, recargadas y holgadas. Nunca quiso embutirse en un pantalón. Le agradaban los bordados, los bolillos, los tonos verdiazulados, grises y ocres, el macramé, el amarillo pálido y el marrón barro. Torcía su nariz buscando la compañía del alcanfor y cualquier brizna, pelo, mácula rauda la estampaba lejos de su presencia. Podría creerse que era una niña repipi o marisabidilla, no, Jose era inmaculada en apariencia y estricta en sus ceremonias. No jugaba mucho con los espejos y sí con los reflejos. Parecía que quería quedarse sola, pero sólo deseaba encontrarse. Necesitaba, encontrarse.
Reía mucho, muchísimo, pero sin estridencias. Reía con los ojos, con el cuerpo, con las orejas y las manos. Reía desde los hombros y hasta los pies. Por el vientre y el rubor. Reía tanto, sin carcajada, que iluminaba... e irritaba.
A veces, incluso, enfurruñada o triste, desganada o medio dormida, su risa invisible tocada por una vara de buscar agua, asestaba incredulidad y desconcierto a sus amigos, a su familia, a sus compañeros de clase o profesores. Pero Jose, tan auténtica y extraña, tan callada pero risueña, tan descolocada por las apariencias de quienes deseaban que jugará al dominó, siempre excusaba sus noes o síes con argumentos tan sólidos que incluso los adultos apenas podían disfrutar del esgrima.
Aquella tarde, acabando la clase, Don Arturo profesor senil pero curtido en mil batallas escolares e infantiles, requeteculto y ágil, muy ágil de mente tras casi cincuenta años de docencia acababa la clase de Castellano ( aunque en realidad, a él le gustaba llamarla "Clase deslenguada") con ya una exasperante y horripilante parsimonia. Divagaba, divagaba por ese tiovivo de las palabras humo.... y finalmente casi a punto de rozar la meta del fin del suplicicio se dirigió a la pizarra y de espaldas a Jose y sus compinches de aula escribió:
"Escribe algo que me irrite pero que me saque una sonrisa, escribe algo que sin decir, dé que pensar."
Los chavales se miraron, unos alzaban cejas... otros apoyaban los codos en el pupitre y escondían la cabeza, algunos resoplaban, otros ni pestañeaban...
Jose se mordía las uñas ya más que cortas de sus rechonchos deditos. Y sus ojazos iluminados se reían. Su boca se comía unas palabras imperceptibles, un susurrillo empolvó sus mofletes de una luz roja brillante y el zarzal de su cabecilla cabiló...
Don Arturo recogía los cachivaches y dando la lección por finalizada se aprestaba a acabar la clase. Era la última del día.
Jose, bajo la solícita frase de Don Arturo, escribió:
"Me la quisiste dar con queso, pero yo soy intolerante a la lactosa".
Don Arturo, bajó sus gafas, apuntó su cansada vista a la pizarra y empezó a leer. Tras un par de segundos de contemplación, en silencio, recogió su abrigo, sus cosas y mientras salía de clase al pasillo, empezó a balbucear no se sabe bien el qué. Después una risa seca, tosca, y después un río de carcajadas. Que se iban difuminando tras sus pasos....
Jose, cogió su maquineta, sacó punta al lápiz y lo chuperreteó como si de una piruleta se tratara.
Se tocó los mofletes. Tenía calor.
Y mientras sus compañeros ya habían salido de clase, se quedó en pie. Inmóvil. Mirando tras la ventana de clase, a aquel gran bosque de castaños frente a la escuela. Sus copas frondosas, sus sombras acordeón, su imperturbabilidad y como el viento las caminaba. Como nadie les hacia cosquillas. Sólo ellas a si mismas.
Creyó ver ninguna nube.
Y aparentemente no había ninguna... cielo raso.
Pero empezó a llover.
Y entonces sonrío desde sus ojos, se sopló el flequillo.
Todo lo que tenía que decir se quedó en aquella mirada.
Todo lo que debía callar la lluvia se lo iba a llevar.
Nuevas disposiciones de la noche, sórdidos ejercicios al dictado, lecciones del deseo que yo aprendí, pirata, oh joven pirata de los ojos azules.
En calles resonantes la oscuridad tenía todavía la misma espesura total que recuerdo en mi infancia. Y dramáticas sombras, revestidas con el prestigio de la prostitución, a mi lado venían de un infierno grasiento y sofocante como un cuarto de máquinas.
¡Largas últimas horas, en mundos amueblados con deslustrada loza sanitaria y coronas manchadas de permanganato! Como un operario que pule una pieza, como un afilador, fornicar poco a poco mordiéndose los labios.
Y sentirse morir por cada pelo de gusto, y hacer daño.
La luz amarillenta, la escalera estremecida toda de susurros, mis pasos, eran aún una prolongación que me exaltaba, lo mismo que el olor en las manos -o que al salir el frío de la madrugada, in
tenso como el recuerdo de una sensación.
Nostalgia del barro. Jaime Gil de Biedma
Durante años un hombre puebla un espacio de imágenes, de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de barcos, de islas, de peces, de estancias, de utensilios, de estrellas, de caballos y de gentes. Poco antes de su muerte, descubre que el paciente laberinto de líneas traza la imagen de su propio rostro.
Jorge Luis Borges
La mujer imposible, La mujer de dos metros de estatura, La señora de mármol de Carrara Que no fuma ni bebe, La mujer que no quiere desnudarse Por temor a quedar embarazada, La vestal intocable Que no quiere ser madre de familia, La mujer que respira por la boca, La mujer que camina Virgen hacia la cámara nupcial Pero que reacciona como hombre, La que se desnudó por simpatía Porque le encanta la música clásica La pelirroja que se fue de bruces, La que sólo se entrega por amor La doncella que mira con un ojo, La que sólo se deja poseer En el diván, al borde del abismo, La que odia los órganos sexuales, La que se une sólo con su perro, La mujer que se hace la dormida (El marido la alumbra con un fósforo) La mujer que se entrega porque sí Porque la soledad, porque el olvido... La que llegó doncella a la vejez, La profesora miope, La secretaria de gafas oscuras, La señorita pálida de lentes (Ella no quiere nada con el falo) Todas estas walkirias Todas estas matronas respetables Con sus labios mayores y menores Terminarán sacándome de quicio.
Mujeres. Nicanor Parra
Fotografía Ryan W
Hacer voto de pobreza es comprometerse por juramento a ser perezoso y ladrón; hacer voto de castidad es prometer a Dios la infracción constante de la más sabia y más importante de sus leyes; hacer voto de obediencia es renunciar a la inalienable prerrogativa del hombre, la libertad. Si se observan estos votos, se es un criminal, si no se observan, se es perjuro. La vida del claustro es la de un fanático o la de un hipócrita.