Los cuatro puntos cardinales son tres: el Norte y el Sur.

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miércoles, 20 de agosto de 2014

Fornicio

J. W. Waterhouse

Viscosa, tan viscosa como nutriente. Sándalo y lilas del valle.

Taciturna. Consumiéndose.

Ni era cera de alas, ni almíbar en barra. Nunca se quejo de almizcle, ni enmendó a las gasas para que no se creyera seda.

Viscoso, tan viscoso como la enzima de la cúspide. Fósforos.

Oval y hasta el tallo. Derritiéndose.

Ni dejó hilo nacarado, ni acuarelas en las suelas. Nunca se quejo de quien la ruleta del porvenir le inundara, ni crucificó su buena suerte, ni maldijo a la mala.

Viscosos. Viperinos.

Poisson.

Fornicio del mador.

Le espero tras las bayas, ante el espejo, de rodillas.

Genuflexión.

Y tragó lo que no sólo deglutaba con gula, paladeaba cualquier oruga que las larvas del querer le tendieron como canga.

Fornicio al dente.

Al gusto.

Se vistió desde Aquiles hasta la cerviz por la prisa del pavor.

Y se quedó tan desnuda, tan débil, tan frágil que cualquier perfume le supo a bendición.

Era el sino.

E inventó un alfabeto, un mundi, un barro y una nube, donde las palabras se creen hechos.

Es su sino.










Sombrero de paja. Ala ancha. Mangas verdes.

Vesela Mihaylova


A estas alturas la capacidad de sorpresa a algunos nos tiene seriamente preocupados o perjudicados, casi como prefieras.

Unos porque creen que todo es demasiado previsible. Otros, que se han jartado de vivir la mala vida, de malamadre.. apenas valoran lo que tienen, suelen ser aquellos que tuvieron a la altura de la palma el perfecto orden, y sólo les queda el puño cerrado a cal y canto. Es decir, el dedo corazón en perpetuo cabestrillo. 

Algunos se emperran en encontrar el santo grial, cuando permanentemente ese dorado les pone el monóculo y no ven más allá de un palmo de sus narices. Me incluyo, soy un culo inquieto con trescientos pasaportes y un adn de lo más travieso.... aunque últimamente me amodorro y me extasio. La edad de cobre que se funde por bulerías y burlerías. Joputa, me llamo; joputa, me ensaño. Joputa, maldita la gracia.

Para la inmensa mayoría, la ambrosía no deja de ser eso: una santería sin corbata y con las carnes bien abiertas aguardando la rendición de cualquier parte de nuestro cuerpo.... incluido el cerebro (ajá, ese fruto que el árbol de la vida se atreve a madurar a medida que el tiempo falta....vaya jugarreta......), un arrebato con mucho de quinta marcha en caída libre, un palosanto dilapidado. El polvo, la maldita mota de polvo, es eso... la perfecta huida hacia delante pretendiendo distraer a toda nuestra vida de un ahora mismito y condensarla en una hora o dos, en una correría sin puyas, en unas arenas mojadas de artes plásticas donde los dedos son acuarelas y los gozos....sombras. Donde la querencia no acaba en barreras, sino entre las ingles del turno que rueda y rueda cuando al caprichoso impulso se le encoge la diestra. Recrear un encuentro furtivo con el salto del espantapájaros y el fumador de hierba....buena.

Parece mentira, que a algunos todavía nos quede una libra de sorpresiva bondad. Pero ahí vamos, caminando por ese alambre ardiente donde una loca noche de verano se nos llena la boca de voluptuosidad, de inocencia, de algo nuevo...diferente....tremendamente equidistante con las pajas que construyen el nido del cuco...y el vuelo, el complaciente vuelo de algo nunca visto....mientras el aire nos arde el cielo, el cielo de aquella gata que deshilvana el sombrero de paja.


Satén, canela, rayos y truenos. Damero, Hummus y la gravedad desubicada del rollo de papel de celofán.... mientras arda Troya, que se joda el infierno....que el higiénico se diluye en las aguas traídas.


Y aún, me duele.

Me duele, pero me gustó de mala manera.

Me duelen los huesos del estómago.

La quijada.

Me duelen los huevos pasados al grillete de su marfil.

Me pesan las mariposas de sus lóbulos que ronronean.

Los rizos oxigenados de su aroma diesel.

Me perturba, inquieta y malfolla su mirada....terriblemente pícara, desmedidamente dulce; provocadora que se acerca, mientras su corazón huye a regiones más cálidas....

Me fornica su perfume.

Su Venus imberbe.

Me late y acuchilla su estría madre; sus nalgas puente.

Aquella noche donde Damasco derrocó al persa del mercadeo, al pezón volcánicamente dormido.

Al pearcing que aniquila la armonía.

La gata que destroza el sombrero de paja mientras su cola turba a la pleitesía y ammistía al ajedrez de la vida.

El perro invisible al tacto. 

Huraño de sus encantos relame el tuétano que el laberinto deja como miga sagrada.

Aquel verano donde el perro maullaba y la gata ladraba...

...aquella noche donde el dosel doblaba campanas y un errante, un extraño azuluz moría desangrado sobre el Nocturno más ancestral.

Ella le echo el sombrero.

Y el sólo pudo encontrar... la sombra de su recuerdo.



















lunes, 18 de agosto de 2014

Lunes de domingo para soñar un martes

Stuart Ruel

Ayer pesábamos palabras.

Y el cuarto de libra bajó en el ascensor sin nadie dentro. Destino inabordable. Desnudo el amor, y los harapos cuajos de terror, preñados de ligueros y jilgueros.

Sotovocce. ¿Sótano...? Destierro.

El mar me trata bien. Aunque las olas escupan toda su Satiricona espuma. Cava a las burbujas. Y entierra los tenedores.

Las cucharas se las llevaban las hormigas.

La ladera de tu balcón, me mal trata.... o ¿maltrata....?

La perspectiva de las cuatro estaciones. Primaverano. Veranoprimavera.

La duda eterna.

La insoportable levedad del discernir.

Los cuchillos como alfiles y los alfileres en cuclillas.

Me encantaba jugar con las palabras que no nacerán nunca y con las sábanas que nunca se mojarán.

Me measte de pie. En pie de guerra. En pie de charcos. En pie sobre el pie. Los dedos se tensan.

Y el mantel de los nuestros, el vergel donde se come con las manos.

Y en pie de meada el amarillo se hizo invisible.

Las sienes de las varices y los aiguamolls en solfa.

Ahora inventaron las selfies y nadie se mira los pies. Esos pies impávidos.

Antes nadie alzaba el cuello, ahora ya nadie, lo acalla. Lo baja.

Por lo menos dirán que te miran, que te ven de frente...pero nadie, apenas, se ve.

Es como el espejo y su ley. El reflejo intangible.

Queremos inmortalizar lo nuestro.

Y el ego lo hace suyo.

Queremos inmortalizar el veneno.

Y el momento lo zurce.

Queremos enmarcar lo espontaneo, lo puro.

Y lo manido lo unce.

Queremos esculpir la historia.

Y la historia, sólo, sólo, sólo... la escriben, los pasos, los hechos.

Queremos parecer diferentes.

Y todo se hace así mismo.

Queremos y no podemos.

Y el poder, quiere.

Queremos engalanarnos de profundidad, de profuso y mediático mimetismo.

Y sólo parecemos mimos de ese a oeste.

Queremos disimular.

Y cuando vamos, ellos vuelven.

Queremos un lunes de domingo.

Y ya es martes.

No sabría muy bien hacia donde iban dirigidas las jarchas que entre la nada y del todo se viste la extrañeza y su amante el vacío.

Pero aquí bailotean.

Queremos follarnos a la bailarina de la noche...y la Luna, la loca de la luna no es de nadie.

Ni de ella. Ni de nuestra madre.

Queríamos inventar un mundo sin nudos.

Pero nacimos del umbilical  e irrefutable.

Queríamos prometernos una vida tranquila.

Pero dos altares.

Sólo dos, babearon al intento.

Uno era el otro, y el otro el nuestro.

Dicen que ayer fue domingo y que mañana será martes.

Sagrados.

Ahora es lunes de domingo.

Y en esta montaña donde vago, donde hierro, erro.. Nietze....jamás diría:

¿De dónde vienen las montañas más altas?

Yo me pregunto:

¿Dónde mueren los sentimientos más puros?

Donde duermen, todos lo sabemos.




























Good bye, Lenin ¡ (2003)





sábado, 2 de agosto de 2014

Descalzo

Thaer Al Khalidiya




Basta con pararse, para aprender a caminar.

Basta de construir laberintos, cuando en los atajos se pierde el Norte.

Basta de descalzar al Sur, cuando a mitad de camino se desmoronan los sueños.

Compraban calzadores.

Y se bebían los charcos.

Se miraban los pies....

...y no encontraron el espejo de su mirada.

Descalzo.

Tocaban sus propias manos, y musitaban:

-Tu sonrisa es mi felicidad.

Palabras descalzas, huecas, perdidas.

Y los charcos, lodos nacieron.

Basta con pararse, para aprender a que el juego de la vida se construye desde el buen querer.

Descalzos.

Y sin manos.

Y no las suyas.









Cuando yo muera, ¿Quién me va a decir?...



William Browning





―Cuando yo muera, ¿quién me va a decir? ― le dije como rogándole. Pero ni yo sabía el alcance de la pregunta, la calidad especial de ese amor secreto. Me miró con piedad; tal vez era lo que yo esperaba: que me dijera:

―Yo.

Y así comprometerlo hasta el fin de la eternidad, ya que no me atrevía a enumerar las frases habituales de una enamorada joven y viviente. Por eso le conté mi amor por otro, agregando la falta de correspondencia de ese amor. Y entonces, casi llorando, le dije:

―Y cuando me muera, ¿quién me lo dirá?

A la espera, sinuosa y enfurecida, de que se apiade de mi fingida locura amorosa por otro que por él y me diga:

―Yo.

Pero yo no sabía si él sabía que mis palabras eran más como máscaras solitarias paseándose a la altura de un rostro humano en una tarde de lluvia. Así flotaba mi extraño lenguaje. Y qué miedo tenía yo de que súbitamente me descubriese armada de mi muerte y de palabras densas y pétreas, mintiendo ominosamente con la mirada y con los nombres:

―Hace tanto tiempo que lo conozco, tanto tiempo que lo amo… Ahora se ha ido no sé adónde, pero lejos, en todo caso, de mi persona enamorada. Como si la finalidad de su viaje fuera más un irse que un ir, un irse de mí, la que lo espera y esperaba; aún lo esperaba cuando estaba él aquí, llenando con su presencia el amado lugar de su ausencia, obligándome a olvidar al ausente que yo amo para introducirme en el helado círculo en que dos se aman solamente. He amado a solas tanto tiempo que su rostro me ocultaba su rostro y sus ojos y su voz su voz. He esperado tanto tiempo que viniera que cuando vino se fue.







Entonces vi que sus ojos eran de piedad. Casi vi llanto en sus ojos soñados. Pensé: “se puede morir de presencia”. Pero apenas lo pensé supe que nunca, antes, había sufrido tanto. “Dile la verdad”, me dije. “La estoy diciendo”, me dije. “Pero no, la otra, la leve, dile que el otro no existe, dile que el otro es él”. (Corazón ciego salta en tu cueva de pasiones contrarias. Llévame al borde del delirio, en donde la soledad es peligrosa, y rostros plateados e inertes cierran a la fuerza mis ojos de locura y rabia).

Cuando me vi a solas en el lugar que me dejó quise gritar mi nombre, para que al menos no supiera a quién dirigirme si pasaba algo. Porque ya entonces presentí que lo peor que me iba a pasar era que nada me pasaría. Y también entonces me vi yendo como voy ahora: pequeña alucinada por las calles sucias, buscando en cada rostro la presencia del que solo aun ausente; vagando lentamente entre las viejas mendigas ―que me prefiguran― y los viejos borrachos adheridos a canciones que nadie compuso nunca, que sólo sirven para un  instante, para una sola calle, pues están hechas de delirios atroces y de palabras obscenas que quisieran ser puñales Pero yo no buscaba, he buscado hasta volverme ciega, pero no he buscado ni me he vuelto ciega.

Lo vi sonreír con su ternura inimaginable. Demasiada sonrisa para quien llevó tantos años su herida por donde sólo llovía sal. Casi le digo: “Solamente te amo a ti. Si te fueras para siempre, si solamente te fueras de mí para dejarme a mí contigo…”. Pero repetí:

―¿Quién se acercará a mi cadáver y me dirá: Estás muerta? Aunque no lo pueda escuchar lo sabré, algo en mí lo sabrá, porque algo en mí no morirá conmigo, algo en mí esperó demasiado tiempo como para no poder oír esas palabras. ¿Quién lo dirá?

―Yo.

Lo miré. Estaba llorando. “Para llegar a esto te ha sido preciso miles de noches de insomnio, en una tensión que estiraba tus nervios hasta el otro lado de la noche, en la oscuridad esquiva donde las sombras baten sonidos que son sus nombres amados, en el desenfreno de una llamada inarticulada y torpe, en un rito cotidiano en el que tú, pálida y afiebrada, bebías alcohol para someterte más rápidamente a las leyes del amor que no sacia”. Lloraba por mí. “Demasiado tarde esta fiesta lujosa en honor de la muchacha polvorienta comida por el deseo. Demasiado tarde esta exhibición de piedad humana con sus límites y terminaciones. ¿Cuánto tiempo seguir llorando? ¿Cuánto han de darme sus ojos en esta noche impecable con estrellas que son estrellas y una luna real que no oscila?

Quise decirle: "Ven a mí, ahora que nadie nos ve, ahora que lo verde de este maléfico jardín entró en la austeridad anónima de una noche de verano. Ven a mí: si vienes, las estrellas seguirán siéndolo, la luna no se cambiará con colores ultrajantes ni habrá metamorfosis dañinas. Nadie verá que tú vienes a mí. Ni siquiera yo, pues yo ya estoy muy lejos, yo ya estoy en otro mundo, amándote con una furia que no imaginas. Ven a mí si quieres salvarte de mi locura y de mi rabia, ten piedad de ti y ven a mí. Nadie lo sabrá, ni siquiera yo, pues yo estoy vagando por las calles de otra ciudad, vestida de mendiga vieja, acoplando tus nombres a canciones obscuras que son como puñales para fijar mi delirio. Mi sangre, mi sexo, mi sagrada manía de creerme yo, mi porvenir inmutable, mi pasado que viene, mi atrio donde muero cada noche. Oh ven, nada ni nadie lo sabrán nunca. Aun cuando yo no lo quiera ven. Aun cuando yo te odio y te abandone, ven y tómame a la fuerza".

II







Una vez más  el lenguaje se me resiste. No el lenguaje propiamente dicho si no mi deseo de conjurar mis deseos por medio de una detallada descripción de lo que deseo ver en alguna realidad hecha del material que quieran con tal de que no sea de palabras ni sobre el blanco temible de una hoja de papel. A veces lloro en mi sed, lloro por medio de mi sed, porque a veces mi sed es mi comunión, mi manera de vivir, de testimoniar mi nacimiento, de librarme y de dar acto de fe. Pero a veces lloro lejanamente por la otra que soy, la evadida en mi sangre, la ilusionada, la aventurera que se fue en la noche a perseguir los tristes rostros que le presentó su deseo enfermo.

Si todo esto fuera verdad, qué pérdida estoy perdiendo, qué sufrimiento increíble no hace orgía de expiaciones. Me gusta reírme de la persona humana en lo que tiene de absurda de los cabellos hasta el cuello. Sólo el sexo merece seriedad y consideración porque el sexo es silencioso.

Si todo fuera verdad, qué hago que no me lloro en mi funeral. Vencida, resistida, derrotada, ultimada a garrotazos, a tiros, a puñaladas…y oh, cómo se resistía la salvaje muchacha de los ojos tan verdes, cómo se debatió en el estrecho lugar que le asignaron para perderse. Fue necesario una insistencia común, la ayuda de todas las asociaciones del infierno y del olvido para que alguien como ella se dejara quitar su rostro enamorado que sólo fue una máscara que sólo se hizo polvo.

Entonces le dije:

― Si me muriera ahora mismo, ¿quién injuriará a la muerte? Lo pregunto de nuevo: ¿quién puteará hasta quedarse sin voz? ¿Quién dirá: es una pérdida magnífica, una pérdida lujosa?

―No yo― dijo sonriendo.

―Entonces lo de antes, ¿fue una mentira? ―dije. Pasos en el jardín. Un policía silba No dejes que las estrellas entren en tus ojos. Saco un cigarrillo y fuma.

―No yo ―repitió con una voz cansada, monótona.

―Entonces, ¿el llanto era mentira? ―dije.

Y me dije: “Si supiera qué poco me importa lo que dice. Si supiera qué poco me importa cómo me mira. Si supiera qué poco me importa que su piedad sea amor o su amor indiferencia. Si supiera qué lejos estoy de los nombres y de las palabras, de la verdad, de la mentira, del cansancio, de la monotonía. Si supiera que no me importa morir así como no me importa vivir porque estoy ya muy cansada de mi enfermera y mi guardiana, de curar a la lejana que soy, a la evadida que me fui, a la maravillosa enamorada más sutil que el viento, detenida ahora por algún pecado insoluble, en su sitial de noche y desgracia, hermanada a la melancólica soledad de un lugar blanco y pétreo donde ella llora su amor inexplicable”.

Me levanté, me fui, Fumaba a lo largo del Sena y cerca del quai Voltaire bajé a ver el río. Había mendigos bebiendo o silenciando o cantando o fornicando. Me acerqué a los que bebían y les dije:

―Cuando me muera muy pronto, si alguna vez muero, no recordarán el olor a tristeza del río, no recordarán el gusto del vino atado a la lengua, no recordarán el color de la noche en los ojos de los ahogados sino que recordaran mi voz, mis palabras que flotan como máscaras, como cáscaras vacías que nunca contuvieron nada, y recordarán mis ojos verdes que pagaron al amor el más alto tributo, y recordarán mi nombre que significó mucho para quien lo llevó como un arma en la noche de los grandes reconocimientos y del dolor sin desenlace. Así me dejé violar como tantas otras noches similares.

[…]




Diarios de Alejandra Pizarnik (Lumen)







La estrategia del caracol (1993)