Amé en aquella mirada lo que había de sospecha. Y el miedo de las cosas tenía en aquel espejo la ilusión de disentir del futuro. Contacto: jrubaz@hotmail.com
Los cuatro puntos cardinales son tres: el Norte y el Sur.
Dedicado a Oscar Wilde, al Gran Claustre, a la puta sinceridad, a la hoguera de las vanidades, al lamento antes de la horca y al Cinema paradiso de todo lo que de un plumazo se eva-de y enterrará en la sinopsis de un cadáver maloliente. El mío. Ningún problema, el títere de mi percha lleva meses entre el martirio, la crucifixión y el más sugerente de los olvidos. Que (n)os follen a todos, es sano. Sanísimo. La sopa de fideos se sorbe y succiona mientras los pómulos ante ese estruendo cochinísimo abdica. Queeeeema, la perra. Ehyyy. Ya no hay reinas, ni nueve, ni ninguna. Ni reinos de paja. Ni esperanza en terreno neutral. Como cantaría abbracadabra, Waterloo. Todo es mentira y a la crisis no le queda ni la última moneda de madera. Las crisis no son existenciales, son quiméricas y ordenadamente alfanúmericas. Las posesiones son la mayor tragedia de los adoradores de pies de barro. Arde Troya, Babel, Mesopotamia y los pañales de lo que germinó y el muro tapió, queriodiado cabrón, enredo en el pantagruélico miedo de advertir vida, sí vida, en aquello que estaba vacío, maquillado, acongojado y casi sintetizado en ru(t)ina. En ru(t)ina, que hace un tris ha vuelto a la génesis. Dos direcciones. Salida-Salida. Entrada-Entrada. El equilibrio es una memez, luchas, te sacrificas y el tiempo parezca que mida distinto. A algunos les cunde y a otros les funde.
Ajá soy un niño. No vacío, sino sin defensas. Lo sé, y no lo negaré. Ya se sabe. Todo se sabe.
Que arda. Y... es que las cenizas al fin y al cabo son muy limpias y espabiladas. Son el esperma, la lluvia, la procreación del imaginario donde las formas se extinguen en el fondo.
Alma. ¿Alma?. Almas. Almax. Y centrifuga el vientre, el diente de ajo y el sofrito derrama....
Ajuste por regularización de existencias.
Crash.
Hace unas cuantas noches, hicieron cuentas cientos, miles de gotas... mientras todos dormían. Alguien. Algunos, ladraban.
Me siento extraño. Muy raro. Tanto casi como cuando Siria cruzó el umbral de las escaleras que suben a mi pequeño sótano. Desván de mamuts y cárcel de garabatos. Trastero de cientos de folios rotos y espacio al aire libre donde los muebles son imágenes que depende el día brillan o entierran. Penumbra. Casi media noche. Y la luna, mi maldita madre, borracha, girando loca, danzando en el alambre que sostiene el todo y la nada... atenazando la tentación y cortando a rodajitas los haces de luces muertas. Parecía ella, tiene una retirada a esa calcamonía que esperaba que el cataplasma de la sustitución perfecta tejiera en el boquete de mi puto corazón.
Iluso cobarde. Payaso idealista.
Las perrerías, después de siete meses estaban secas, yermas, casi muertas. Y el deliquio, el delirio querían correrse una juerga a la vieja usanza. Puro olvido. Ya era hora. Siete meses sin que la orquesta se pusiera a llover, a chirriar y más cuando el certificado de defunción, por un lado y el cum laude, por otro, se iban a licenciar. Acababa de cerciorarme, de corroborar que la cabra tira al monte y los cabrones y las cabronas al camastro.
Es ley de vida. Es la ley de la puta vida.
Hay que acabar lo que se empezó cuanto antes. Mañana no existe.
Y entre las dudas del novato príncipe de las ratas y el experto pasado de rosca sin tornillos de recambio, el ardid era trobar una silueta, unos cabellos, una constitución.... sin jurar en hebreo.
Algo tal cual. Similar. Los aditivos y los espesantes me producen ardores.... y siempre acaba lloviendo a la malamadre.
Vertiginosa, a su altura empire state... añádele unos centímetros tras esos puentes levadizos de como si Audrey y Stanwaick arrebataran miradas ajenas cuando levantan las ampollas de los voyeurs más sorprendidos.
Tan elegante, que me cohibió. Tan angelical, que me endemonió. Tan encelada, que me emperró.
Tan sumamente dama y plebeya, que las vestiduras se rasgaban los harapos. Y la pijería presupuesta, proyectaba los más coloquiales giros al infierno.
Desnuda, desnudándose, postrándose se relamía. Se sabía dueña del centro del mundo. Incluso un conato de exhibicionismo... medio consensuamos.... mi sótano da a una arteria principal y no era cuestión que la rambleta se llagará de pajas en vigas ajenas, desangrando a los perros callejeros....
Quería que me sangrara, pero llevaba las uñas recién limadas. Mmmmm, lástima. Chupar al riesgo acaba por pervertirlas en situaciones dantescas y a uno por advertir que los acantilados son sus jadeos y gritos en la pocilga de la subersión.
Siria me sorprendió con sus alforjas.... Maletín de trabajo y maletín de primeros auxilios. Y éste último un rebenque con dos cabezas demoledor, un plátano al rojo vivo, algún plumón para azuzar y azotar las ancas.... y las horas, parecieron un suspiro, un maldito chasqueo en la isla perdida.
Cariñosísima, perrísima, gatuna y entregada; salvaje y tierna, locuaz y veladamente callada. Jugamos a gritar y a silenciar. A chuparle a Baudelaire los farolillos y a que se tragara y relamiera mientras el parquet de roble cumplía años y se injertaba en la rama humana. Delicioso.
Lo más espectacular y de precisión incalculable fue el charco.
El soberbio charco que todavía perdura.
Su aroma, su esencia.
Tras haber corrido las cortinas invisibles un par de veces.
El definitivo, debía estar en conjunción con aquella luz de luna que figuraba a los amantes como difusas sombras en armonía pudiente.
El matiz espectacular es que su lluvia dorada es ligeramente una mutación entre la perrería y la gata encelada.
Seguimos el ritual típico.
Pero el súmmum, se escenifica y tambalea, cuando ella me pide que desea irse volando al vahido, al jadeo, al gemido convulso... bien clavada y enroscada.
Me sorprende y le digo como lo hará. Y me dice: Contempla.
Y el cuadro, el maldito cuadro ni Rubens, ni Dalí lo hubieran pintado más apropiadamente, ni surrealismo, ni trufas, ni gaitas, ni cáscaras... Kandinsky.
Y el final de su memorable lluvia dorada es una amalgama de líquidos, fluidos y jolgorio. Mientras nuestros cuerpos yacen, sus nubes cargadas atronan ante el final de su ira.... la gris y la dorada, se ensamblan y mientras de nuevo corre las cortinas.... sus convulsiones, su cara transformada y su rictus endemoniado se graban allá donde los sueños nos llevan.
Fue un placer, un auténtico privilegio anudar al sótano un poco de luz natural.
Existen momentos donde sólo esperas y deseas compartir esencias y placeres.
Éste es un aviso dirigido a un amigo, caballero, adiposo genital, que tuvo la desgracia, un domingo en plena misa cantada, de ser pillado por la autoridad competente mientras mostraba entusiasta a un puñado de muchachas su impoluto micropene.
Te digo pues Braulio Hernández, campeón de la gimnasia, buscador de lo imbuscable, que sólo un ser bien tenaz, poseido de la fe consigue tan buen resultado; dijeron que algo vieron, que bajo la bola de grasa, un gusano, una lombriz de guasa e incluso alguna, hubo una en concreto, adorable y algo ilusa, que juró ver escupir a la tan buscada fiera. Por eso, te pido hermano, que andes ya siempre advertido, que la porra, el grillete y la sirena nunca entendieron de artistas y menos de contorsionistas de generosidad sincera.
" 'Lindo perro mío, mi fiel can, chucho querido, acércate y ven a respirar un exquisito perfume adquirido en la mejor perfumería de la ciudad.' Y el perro, meneando el rabo, lo cual, según tengo entendido, es el signo con que estas pobres criaturas expresan la risa y la sonrisa, se arrima y posa curioso su hocico húmedo en el frasco destapado, pero al momento retrocede horrorizado y me ladra a modo de reproche.'¡Ah! ¡miserable perro!, de haberte ofrecido un puñado de excrementos lo habrías husmeado con deleite y quizá incluso lo habrías devorado. Me recuerdas en esto, indigno compañero de mi triste vida, al público, a quien jamás hay que obsequiar con perfumes delicados que lo exasperen, sino con inmundicias cuidadosamente escogidas.' "
El perro y el frasco. (Spleen de París). Charles Baudelaire
"No me acuerdo de cómo se llama mi madre. No me acuerdo de cómo se llama mi padre. No me acuerdo de cómo se llama mi hermana. No me acuerdo de cómo se llaman mis dos abuelas, ni de si llegué a conocer a mis dos abuelos. No me acuerdo de cómo se llaman los familiares que me visitan cuando estoy en el hospital. No me acuerdo de los nombres de mis dos escuelas, ni de los muchos maestros, monitoras, fisios, cuidadoras y compañeros que he tenido. Como no me acuerdo de nada, nada puedo tampoco olvidar. No puedo olvidar a mi madre, ni cómo se llama, ni su voz de terciopelo, ni sus brazos suaves que me calientan cuando tengo frío, ni su risa de niña eterna, ni la paz que me da cada vez que me disparo, y no puedo olvidar ni olvido que me quiere, aunque no entienda sus palabras de amor. No me puedo olvidar de cómo se llama mi padre, ni de las historias que me cuenta, ni de los meneos que me pega cuando intenta vestirme, ni de su olor intermitente de tabaco ni de los gritos que suelta cuando me dice Llullu-cómo-estáás, ni puedo olvidar que por culpa suya todos me conocen por este nombre que empequeñece la boca de quien lo pronuncia. No me puedo olvidar de cómo se llama mi hermana, ni de cómo se enfada cuando nuestros padres le llaman Pepita o algún otro nombre por el estilo, ni puedo olvidar las cosas tremendas que me cuenta a la oreja, ni tampoco aquella redacción en la que explicaba que le encanta aplastarme ni puedo olvidar, sobre todo, sus inconfundibles carcajadas. No me acuerdo de la niña gitana que se llevaron a la sala de espera para bendecirla, ni de la hija del guardia civil, ni de ninguno de los compañeros de habitación con los que he convivido en hospitales todos estos años, y por eso no les olvido. No recuerdo la boca de piedra en la que mi hermana metió la mano con temor mientras yo sonreía, y por eso no puedo olvidarla. No recuerdo haberme cagado en la basílica de San Pedro, ni tampoco me acuerdo de las promesas que me hizo mi padre mientras paseábamos entre estatuas de piedra que nos miraban todo el tiempo, y por eso no lo olvido. No me acuerdo del día que mi padre me dijo Llullu por primera vez, ni tengo la más remota idea de cómo fue que todos le siguieron la corriente y empezaron a poner morros para llamarme así, y por eso ni lo olvido ni puedo olvidarlo. No recuerdo haber visto a mi primo bailando el No rompas más mi pobre corazón,y por eso no lo olvido. No olvido Eurodisney. Ni el Tibidabo ni Port Aventura ni Gardaland ni Santapark. No me acuerdo del campesino que se arrodilló a rezar por mí, ni de las cosas que le decía a su dios, ni de las caras de tonto que ponían papá y mamá, y por eso no lo olvido. No me acuerdo de los dos hombres de las narices que tenían la misma cara, y por eso no les olvido. No me acuerdo de los gritos de asco que profería la dueña de un restaurante de pescado cuando me vio entrar por la puerta, y por eso no lo olvido. No me acuerdo de la camilla rodante que empujaban los hombres de rojo la noche que subí a una hidroambulancia, y por eso no lo olvido. No me acuerdo de la niña de etnia llullu que vivía con unos amigos de mis padres desde mucho antes de nacer yo, y por eso jamás podré olvidarla. No me acuerdo de nada, yo, y nada olvido. Nunca podré olvidar las caricias que no recuerdo haber recibido. Nunca podré olvidar las palabras que no recuerdo haber escuchado ni leído ni dicho ni escrito. Quien no recuerda no olvida. Quien no olvida recuerda. Amo, pero no lo recuerdo. Me aman, y no lo olvido. Nunca caeré en el olvido".
Últimamente me castigo demasiado, severamente, olvido los placeres y me enrosco en los laberintos. El sexo empieza a emparanoiarme y me sabe a casi nada. Busco los tres "te amo" de mi Judas más querido y el perdón de mi reina, soy un ganapanes ácrata. Pero claro, seré imbécil, los tres "te amo" no se pueden comprar, alquilar, los "tres te amo" te los escupe quien bien te quiere y entre lo saborío que ando y entre tanto tumbo espero que la tumba no me acicale con una ristra de laurel, que podría ser el matasellos para el inframundo.
No pasa nada.
Son épocas.
Ahora es época de vendimia. De aprender. De prepararse.
Y siguiendo con los espejismos, el amor perro es una divina excepción, es un oasis en el desierto. Es pura chispa, puro vicio, pura ternura. Sabe escuchar y discernir. Elegante y hermoso, bellísimo cuando se viste e inteligente cuando se desnuda jugando con los verbos transitivos.
Momentos insospechadox.
Siento que la orquídea no es flor de un día, siento que las orquídeas son mi vida. Pero sé que no estoy preparado para que se me coma el dolor de cuajo y hasta entonces, hasta que me abra su camastro, hasta que me despeje y despoje de sábanas encandenadas y me den las buenas noches sus ojos, su mirada le seré leal donde más duele: en la sinceridad. Y ahí estoy, aquí entre los mimos de guante blanco y los payasetes que juegan con el agua tibia mientras se lavan despacio y entre risas, aguardando que las circunstancias se rindan. Mucho amor entre algodones. El algodón, es conocimiento.
Imagina. El silencio comido, corrido a besos. Imagina. Los cuadros de cara a la pared. Imagina. El rubor con cara de ángel endemoniándose. Imagina. No encontrar respuestas y preguntarle al estofado ruso que especias faltan y cuales huelgan. Soplar a un palmo, mientras se apelmaza el caldo, y se espesan las acuarelas por definir. Untar los dedos y comerse las muñecas. Restregar la espalda al suelo y que su sombra no se apiade. Imagina. El silencio chasqueando pellizcos, lametones, mordiscos y succionando poros enredados en una salsa calabresa hirviendo, mientras las uñax se dejan chupar como la cuchara de madera se deja querer por las malas lenguas. Mientras las uñax recuerdan, de un lado a otro, tantos cuadros rotos, tantos cuadros por colgar, tantos cuadros por redondear, por cuadrar, por olvidar. Tantos cuadros por nacer. Imagina, la dulce y tersa ira de Diox cuando no tiene nombre, tiene cuerpo de alma endiabladamente enigmática. Celosa de que los ojos extraños sólo se queden afuera, sin penetrar ni un milímetro más, ni unas horas de menos. Imagina. El reto, es sostener la mirada, sin pestañear. Y gachar. Rozarse de frente y olerse. Repasarse con los ojos cerrados. Y recordar aquel lugar donde el tiempo se nos muere al nacer el ritmo. El compás. Imagina, que no comes, que no te comen, que preparas el jaleo con harina de otro costal. Imagina que desbaratas rituales, intenciones, arquetipos que te desimaginan antiguas prendas, antiguas mañas, antiguas mariposas emparedadas entre cualquier jueves triste y el jueves de resurección.
Imagina que Diox te folla mirándote a los ojos y te esputa toda la fé olvidada, mientras uno se confiesa con todo el dolor del alma y toda la carne pagana.
E imagina el más absoluto de los silencios. Sólo se toca la respiración, sólo se roza la inspiración.
Las manos se dan la cara.
Los labiox se muerden las ganas.
Los cuerpos, clavados en pie... a dos dedos del pulgar. El meñique se inquieta, impaciente.
Sosteniéndose, midiendo romperse. Asaltarse, quebrarse para entregarse a los cabos sueltos, a los nudos magros.
El más pequeño, siempre pasa inadvertido. Siempre parece que lo arrinconan. Pero.... no, preside el esplendor.
De acero y fondo blanco, y un pequeño galón de cinc.
El más pequeño, no posee color, ni brillo, ni siquiera la fantasía necesaria para deslumbrar. Bajo el espejo. Y en diagonal desde el sillón de cuero zalamero, es como un santo y seña de la conciencia, de la consciencia. El más pequeño, guarda secretos y la más ortodoxa de las biblias carnales. No contiene letras, ni lecciones, ni te dice lo que se ha de hacer o deshacer. Pura simbología, su misión es pequeña. Recordar que la noche no es una gótica sombra, sino un camino sombrío... repleto de rosas y espinas, plagado de estrellas fugaces, de algunas luces y mucha oscuridad. Su valor es incalculable, nos posiciona. No en lugar, ni tiempo. Sino en espacio y aire. Despacio, despacio, despacio. Aire y espacio. Servilletas de acero y tenedores de papel. Cerveza y agua, mucha agua. Entre la mesita oval y los cuchillos de porcelana. El silencio tintinea, rasga y rompe. Y el cúmulo de pasos de cebra da lugar a un libro de cabecera..... El paisaje de mi tierra, la desnudez de mis tierras. Tómalas por y donde quieras. Como gustes. Son a ratos tuyos, luego de nadie. Son nadies, los míos.
Olvidamos los sexos. Los trapos. Las luces. Las horas. Amanece. ¿O anochece....?
El sexo duerme.
Huele a café denso, profundo, chorros de conversación sobre colillas y colillas de xylum y more desfollados.
El argumento se sostiene por las prendas desperdigadas de Pulgarcito.
La dulce y tersa ira de Diox, es como el alma y el cuerpo del más perro de los amores.
Su alma no deja de desprender lo que desearía encontrar más allá de aquellas cuatro paredes. No puede disimularlo. Hay miradas, ojos que entierran una atrayente nostalgia que desquicia a las palabras. De gestos apocados, mastica despacio y traga pausadamente. Mira serena y contempla la expectativa. Mientras sus cabellos parecen pendientes libres del lóbulo de la costumbre. Me fascina como se contornea cuando se relame, no todas pueden decir lo mismo.... la mayoría.... cierran los ojos. Su alma es noble, auténtica y directa. Su celo es cabrón, sus celos humanos, sus miedos de persona persona persona y su angustia, compartida. ¿Quién no muerde, quién no ladra a sus angustias.....? Hablar con la boca llena es de mala educación, y si algo tenemos, es una peculiar educación, buena, suficiente y armónica. Tragamos y con las puntas de las servilletas las comisuras suben las cremalleras, descorchan los encajes y relamen las pequeñas motas de polvo desperdigado.
Los botones hacen el resto.
El hojal de su prudencia.
Imperdonable, la tersa ira de Diox, imperdonable amor perro.
Ps. Dedicado a aquella perra vida. Dónde los sueños maullan paz. Ahora el amor es nuestro. Y sólo nuestro.
En
el centro de una plaza pública había un saco lleno de piedras de buen
tamaño. Eran piezas sagradas. A la sombra de los pórticos, que tamizaban
una luz de cal viva, un centenar de hombres justicieros esperaba. Muy
pronto llegaron unos esbirros arrastrando a la mujer adúltera, que fue
recibida en silencio por todas las miradas mientras era depositada en
tierra con los pies atados. A continuación un juez honorable leyó la
sentencia y su voz se unió al balido de unas cabras que desde lejos
participaban en la ceremonia. La muerte por lapidación para la mujer
adúltera venía ordenada por el Libro Sagrado, el cual no daba resquicio
al perdón, ni siquiera a la lástima. Una vez leídos los cargos, los
hombres justicieros deberían acercarse a la víctima y armar su mano con
una o varias piedras que había en el saco. Todos lo hicieron de forma
decidida y después crearon un círculo alrededor de la mujer adúltera,
que ya estaba arrodillada. No sucedió en una ciudad de Oriente ni de
Occidente, sino en una plaza desolada bajo un cielo de diamante donde
los relámpagos secos, a pleno sol, eran la única geometría con la que
hablaba Dios. La mujer adúltera dobló su tronco hasta dar con su rostro
en el polvo. Protegida la cabeza con las manos, sólo esperaba de sus
verdugos la gracia de ser mortalmente herida con la primera pedrada. A
una señal del juez que presidía la liturgia, los hombres justicieros
levantaron el brazo, pero en ese momento, sin saber de dónde provenía,
se oyó la enorme voz de un profeta que dijo: “Quien esté libre de
pecado, que arroje la primera piedra”. Esa orden, que vino acompañada de
un relámpago, paralizó a los verdugos. Con la piedra en la mano todos
comenzaron a explorar su conciencia. Mientras la mujer adúltera mojaba
la tierra con sus lágrimas, los hombres justicieros iban descubriendo
dentro de la propia alma los deseos libidinosos que habían tenido, los
hechos inconfesables que habían cometido y que aún permanecían impunes.
Todos dejaron la piedra en el suelo y se alejaron, todos excepto uno.
Era un hombre puro, libre de pecado, exento de toda culpa, el único
legitimado para cumplir la sentencia, según el profeta. Cuando la mujer
adúltera levantó el rostro, los pecadores habían desaparecido. En medio
de la plaza sólo quedaba aquel hombre casto con el brazo armado.
Mientras las cabras con sus balidos le pedían clemencia, el hombre
lapidó a la adúltera, llevado por la crueldad que nace de la estricta
pureza. Así se convirtió en asesino.
"De inmediato se me acusa y amenaza de pobreza. Eso lo puedo
soportar. Puedo hacerme a cosas aún peores. Pero me arrebatan
legalmente a mis dos hijos; y eso es y seguirá siendo para mí un motivo
de aflicción infinita, de suplicio infinito, de dolor sin fin y sin
límite. Que la ley decida, y se arrogue a la facultad de decidir, que
yo soy indigno de estar con mis propios hijos, eso es absolutamente
horrible para mí. La ignonimia de la prisión no es nada comparada con
eso. Envidio a los otros hombres que pasean el patio conmigo. Estoy
seguro de que sus hijos los esperan, aguardan su venida, los recibirán
con dulzura."
De profundis. Oscar Wilde
"Poco informados acerca de la naturaleza profunda de la muerte,
cuyo otro nombre es fatalidad, los periódicos se han excedido en
furiosos ataques contra ella, acusándola de inclemente, cruel, tirana,
malvada, sanguinaria, vampira, emperatriz del mal, drácula con falda,
enemiga del género humano, desleal, asesina, traidora, serial killer
otra vez, y hasta hubo un semanario, de los de humor, que, exprimiendo
todo lo que pudo el espíritu sarcástico de sus creativos, consiguió
llamarla hija de puta."
Las intermitencias de la muerte. José Saramago
Liniers
"Las mujeres de verdad dejan un rastro – me contestó tras unos
instantes de reflexión -. Manchas de carmín en los vasos, zapatos en
las cocinas, bragas tiradas por el suelo. No sé cómo lo hacen, pero
funciona. Vaya si funciona. Yo parezco lesbiana, joder"
Para amantes y ladrones, Pedro Zarraluki
"Pero ahora repito y subrayo que tanto los individuos
voluntariosos como los hombres enérgicos son activos porque son
estúpidos y limitados. ¿Cómo explicar esto? Pues de la manera
siguiente: a consecuencia de su limitación toman por causas primarias
las que sólo son secundarias aunque inmediatas y , por lo tanto, se
persuaden más pronto y fácilmente que otras personas de que han hallado
una base firme para sus actos y con ello se tranquilizan, cosa que,
como se sabe, es lo que en realidad importa. Al fin y al cabo, para
obrar se precisa ante todo que el individuo esté absolutamente seguro
de sí mismo y no tenga duda alguna."
No estés enojada conmigo por este largo silencio.
También los silencios atan y yo he visto más de cuatro paquetes de
masitas atados con hilo negro; basta desmoronar el moñito para que
aparezcan los merengues, los relámpagos y las religiosas, sin contar
los horribles (3 fr. 25 les 100 gr.). Cosas así todos los días.
Bicho lejano, la semana pasada fuimos a Montmachoux
a cenar con Laure y Philippe, y todo el mundo habló tanto de vos que yo
traje otra silla y la puse por las dudas. Gracias a mi sistema de
espionaje me he enterado también de que las socias del Club de las
Piantadas (1)se reúnen en los cafés para acordarse de su
amiguita de la calle Montesdeoka. Tu popularidad secreta (sic.) puebla
las terrazas del barrio latino. Hay un pintor que firma Piza; otro,
Arnik. Hay un cocktail que se llama Alexandra. Un infame plagiario
llamado Hesiodo ha publicado un libro que se titula “Los trabajos y los
días”. En el patio de casa, debajo de la pawlownia, juega una gatita
negra que imita tu manera de abrir grandes los ojos. Ya ves que no te
pudiste ir.
Y entonces, mientras nosotros estábamos en nuestro
ranchito de Saignon (que todo el mundo llama Saigón para ofendernos y
vilipendiarnos), llegó a París tu libro (2),y lo encontramos hace diez días cuando tuvimos que volver para trabajar en la Ionesco. Aurora
lo leyó de un tirón, y no te escribió todavía; yo lo leí anoche
despacito, con coñac y una pipa, y ahora te escribo. Vos sabrás valorar
los méritos respectivos de estas conductas.
Es muy difícil no ser idiota en una carta, cuando
uno es lo que es y nada más. Hace años que me revienta convertir una
carta en una especie de reseña para uso privado del autor. A lo mejor
todo lo que me da tu libro es preferible insinuarlo con palabras
sueltas o con dibujos. Dibujos no sé hacer; palabras sueltas sí:
Cafard
mandrágora
farol
unicornio
polilla
hueco (tan lleno, tan lleno)
Me dolió tu libro, es tan tuyo, sos tan
vos en cada línea, tan reticentemente clara, tan por debajo y por
adentro. ¿Conocés el sistema que consiste en hojear un libro e ir
citando versos o pasajes, con algún comentario o elogio o censura? A mí
no me gusta. Pero te voy a decir: lo que siento es lo mismo que frente
a algunos (muy pocos) cuadros o dibujos surrealistas: que estoy del
otro lado por un segundo, que me han hecho pasar, que soy vos, que
estoy colgando de la punta de la tela como una de esas arañas rojas que
hay en la Provenza
y que tienen, parece, alianza con lo Oscuro. Ahora sé (ya lo sabía,
pero ahora lo sé de alguien que está vivo, cuya mejilla he besado
alguna vez) que todo o casi todo puede ser dicho en muy pocas palabras.
Cada poema tuyo es el cubo de una inmensa rueda. Otros hacen la rueda
entera, y hay que ver cómo se atasca en las cunetas; vos dejás que la
rueda sea otra cosa, algo que unos pocos ven dibujarse mucho más allá
de la página. Y entonces Ben Hur gana con sus ruedas de aire que dejan
atrás todas las ruedas de roble y bronce. Tus poemas me parecen
pequeñísimos grabados, o mejor todavía cilindros babilónicos, y un día
cuando vengas a ocupar esa silla que puse para vos y que siempre pondré
en casa y en todas las casas y hasta en los ómnibus y en los
pararrayos, entonces te llevaré al Louvre para mostrarte un cilindro
que descubrí hace poco, en la sala etrusca, y que no es en absoluto un
cilindro etrusco entre otras razones porque los etruscos nunca tuvieron
cilindros esos atrasados de mierda, pero el conservador o el radical
del Louvre lo ha puesto en la sala de los etruscos de puro cronopio que
es, o porque no queda lugar entre los cilindros babilónicos. Y te lo
mostraré, y darás grandes saltos.
Recibí hace varias calendas una carta
tuya que después se me perdió gracias a un hespléndido hacto fayido,
porque me pedías colaboración para no sé qué colección ornitológica o
ictiológica (¿Cormorán y Delfín? ¿Tía Vicente?) (3). Desde
luego no tengo nada para mandar, como no sea la cuenta del albañil que
nos agregó una pieza a la casita de Saigón y que nos dejó tecleando por
varios meses, el muy artesano. Si me pagan esa cuenta, se las dejo
publicar; tiene unas faltas de ortografía muy decorativas, y en cierto
modo es un acto letrista. La mejor parte es donde dice:
Sf. S.V.P., à raison de… 45, 67 fr., à valoirsur ch.p.,
soustrait de 54,25 fr. pour des imp. colmatés… 456,27 fr.
Hacía mucho que no leía un poema tan ceñido. Ni tan caro.
Qué bonita la edición de tu libro. La tapa me dejó
maravillado. ¿La hiciste vos misma? No es nada frecuente que en Buenos
Aires salgan libros tan cuidados y con un papel y unas tintas tan
buenos. El azul es hermosísimo, y la erótica viñeta (ya sé, ya sé, pero
es así, cada uno ve lo que puede) me parece perfecta. Te discuto un
poco el título; no me acaba de gustar. Será quizá porque toda mención
del trabajo me estremece.
Pocos serán los elegidos por tu libro, me temo. Pocos
habrán vivido en la dimensión que permite encontrar tanto con tan poco
—aparentemente— correlato verbal. No es que yo tenga nada contra los
poemas largos (los Olga, por ejemplo, son maravillosos, y tengo que
escribirle sin falta uno de estos meses; lo haré desde Saigón, decíselo
si la ves; tardé mucho en leer su libro, por esas cosas, pero ahora sí,
ahora es mío y me ha dado todo lo que tiene, creo, y me ha hecho muy
feliz, a mi manera de ser feliz, y a la manera de ella, of course; nos
entendemos). Sigo: no es que yo tenga nada contra los poemas largos,
pero siempre hay como un milagro en un gran poema breve. (Esos hai-kai,
a veces, o Natalia Crane, o Char, a veces, o Juarroz).
Aurora está grillando un bifacho, y llega el bálsamo hasta
mi hestudio. ¿No te parece una noticia sensacional? La gatita negra
acaba de ver una paloma en la pawlownia y se ha trepado como una loca a
ver si la chapa. Debo admitir que en este momento no se te parece nada.
Yo puedo verte muy bien persiguiendo palomas pero seguro que pondrías
una buena escalera contra el tronco y te ajustarías un paracaídas. La
paloma emprendió el vuelo, como dicen ahora por tus pagos.
No me guardes rencor (¿cómo podrías? ¡Imposible!) y
escribíme. Mi silencio, diría Binetti, es una operación cósmica por la
cual las begonias se convierten en miel. Pero ahora que lo pienso nunca
vi una abeja en una begonia, seguro que les repugna.
Yo, bebedor de aire,
en tu beso reconozco la tierra.
Tan distinta la piel,
en los dos vientres de tu beso,
un lenguaje con espacios blancos de lentitud y noche,
un ritual de costumbres muy ajenas
que marca en la muñeca el reloj de luna...
la diferencia horaria de nuestra intimidad.
El azul va por delante en la piel de tu beso.
Cuando yo abro los ojos, tú me los cierras.
Cuando tú abres los míos, yo me deslumbro.
No sé si he sido náufrago allí,
en la ínsula de tus lluvias pendiente de mis labios.
No sé si fuiste la náufraga aquí,
en las ruinas de mi boca perdida por tu nuca
y rota por los jirones que hasta el uno eran historia.
Pero cruzo este océano
si mi destino negro
es el blanco imprevisto, curioso y letal de tu amor,
y si mi soledad, como un perro callejero,
se viene con mi luna de raza, de malamadre.
Es una rabia lagarta
la que cierra los labios y las puertas
a los recién llegados.
Sórdida gente triste,
gente esquiva que nunca ha salido de sí.
No recorren el aire, ni la tierra.
No se pierden.
No han sentido en su tez la luz de una pureza
que nos salva y renace del dulce cuchillo de lo nuestro,
no conocen los labios de otra lengua,
no aman lo que se esconde
entre la saliva de lo invisible y la pasión
de nacerse a cada ingle.
No aprenden a besar.
Yo bebí de tu tierra y me bebiste el aire sucio de antaño,
ahora cuando el aire se pone en pie de guerra,
me quedan los ojos que por inventar acallan palabras muertas.
Yo, que bebo de tu aire.
Nazco y me reconzco.
Me enseñaste a besar, sin rozar.
Por favor, un gin tonic azul antes que el aire me sorbe.
Antes que tu tierra sea mi sangre.
"Si tú eres el tesoro oculto mío, si eres mi cruz y mi dolor mojado, si soy el perro de tu señorío,
no me dejes perder lo que he ganado..." Federico García Lorca
Desnudé mis pies para tu boca.
En ella, mi danza se calza
con las notas de esta imperfecta partitura
porque mi nombre es Astarté,
la que lucha,
la que vence,
la que cabalga río arriba.
En este mundo que habito,
las normas se establecen
en el delimitar de las manos,
en cúmulos expectantes
de las sombras que tú llenas,
de las miradas que yo permito.
Y me esperas,
siempre me esperas,
porque yo soy Astarté,
la que lucha,
la que vence,
la que galopa en el río de cantos negros,
cuando tú ejecutas un guión pactado
que mantiene la distancia precisa
entre el laurel y la paloma.
Y a pesar de que sólo existes
porque yo así lo quise,
me enredas en un vértigo de huídas.
"Es evidente que Dios me concedió un
destino oscuro. Ni siquiera cruel. Simplemente oscuro. Es evidente que
me concedió una tregua. Al principio me resistí a creer que eso pudiera
ser la felicidad. Me resistí con todas mis fuerzas, después me di por
vencido y lo creí. Pero no era la felicidad, era sólo una tregua. Ahora
estoy otra vez metido en mi destino. Y es más oscuro que antes, mucho
más."
"Para mirar los diarios hay que bajar los ojos"
"Lloraba con los ojos en alto, sin pasarse las manos por la cara, lloraba con orgullo."
"Si alguna vez me suicido será en domingo. Es el día más
desalentador, el más insulso. Quisiera quedarme en la cama hasta tarde,
por lo menos hasta las nueve o las diez, pero a las seis y media me
despierto solo y ya no puedo pegar los ojos. A veces pienso qué haré
cuando toda mi vida sea domingo."
"Este vez me metí en un café; conseguí una mesa junto a la ventana.
En un lapso de una hora y cuarto, pasaron exactamente treinta y cinco
mujeres de interés. Para entretenerme hice una estadística sobre qué me
gustaba más en cada una de ellas. Lo apunté en la servilleta de papel.
Este es el resultado. De dos, me gustó la cara; de cuatro, el pelo; de
seis, el busto; de ocho, las piernas; de quince, el trasero. Amplia
victoria de los traseros."
"Tenía 20 años y era joven; tenía treinta y era joven; tenía
cuarenta y era joven. Ahora tengo 50 años y soy "todavía joven". Todavía
quiere decir: se termina."
Cuando reparé en ello, recobré el orgullo suficiente para alzar la vista y echar una ojeada a mi alrededor. Todo había adquirido una luz distinta.
Repasé la historia de mi caída y encontré en ella circunstancias que antes, empeñado en la autoflagelación, había pasado por alto. Miré a la cara de quienes me acusaban y vi cómo sus ojos esquivaban los míos. No eran más, ni mejores que yo. Comprendí por qué me había hundido en aquella sima deplorable: porque cuando esos otros me habían negado el perdón, yo había acatado su condena, considerándome inferior a ellos. Pero nada me obligaba a someterme a su venganza. Al entregarse a ella, eran ellos quienes proclamaban su incompetencia para juzgarme, que me autorizaba a recusarlos y a dictar, por mí y ante mí, mi propia absolución. Y con ella, mi puesta en libertad y mi regreso al mundo del que había sido expulsado.
Y eso fue lo que hice.
Me sacudí el fraile penitente y me encaré al inquisidor, dispuesto a echarlos a patadas. Naturalmente, lo que no pude, ni pretendí, fue negar la realidad. No sustituí el recuerdo de mis errores por una historia dulcificada en la que mi actuación fuera modélica. Pero tampoco permití que el alegato del fiscal estableciera la verdad a la que la posteridad, y sobre todo en lo que a mi me tocaba, hubiera de atenerse. Lo eché abajo en todo lo que pude: no sólo en aquello que era falso, sino también en aquello que afirmaba sin pruebas o que podía poner en duda, con fundamento o sin él. Otros muchos reproches, que en su día había dado por válidos, los rechacé sin más. No estaba dispuesto a consentir que se me afeara lo que yo no juzgaba ilícito. Y no tuve mayores escrúpulos en procurarme cualquier ventaja que me permitiera mejorar mi situación; lo único que me prohibí fue perjudicar a otros para conseguirlo.
Del mismo modo que no podía borrar todas mis culpas, tampoco podía negar la magnitud de la pérdida que había sufrido, a la que se sumaba un agravio que ahora se mostraba a mis ojos con una nitidez hasta entonces desconocida, y que no podía dejar de resultarme especialmente doloroso. Porque al recapitular la historia comprobaba que no era el único que había violado las reglas, ni siquiera el que las había violado más gravemente, y sin embargo sobre nadie había caído el peso del castigo como había caído sobre mí. Y todo, porque yo había resultado ser el más desprotegido.
Pero comprendí que lo último que debía hacer era entonar una queja del tipo "no me lo merezco, qué injusticia han cometido conmigo y qué infortunado soy".
La pérdida, como la culpa, nos atormenta cuando no somos capaces de aceptarla como algo natural, justificado, incluso necesario. La defensa contra la culpa no es querer ser inocente a todo trance, sino admitir los errores cometidos y a partir de ahí procurarse el perdón, el ajeno si es posible y si no, y en todo caso, el propio. La defensa contra la pérdida no es empeñarse en demostrar que no la merecemos.
Todo lo contrario.
Sigo creyendo, no puedo ocultártelo, que hay pérdidas que no merecí. Fueron demasiado grandes y se me impusieron con artes que nunca podré considerar legítimas. Pero, respecto de la mayoría acabé aceptando que no sólo merecía, sino que necesitaba sufrirlas, aunque en ese mismo momento ni yo mismo fuera consciente de ello. Desde entonces, sobre todo en mis relaciones con otras personas, parto de esta premisa: tenemos lo que merecemos tener, y perdemos lo que merecemos perder. Porque sólo merecemos tener lo que necesitamos, y cuando necesitamos algo sabemos cuidarlo y no lo perdemos. Y merecemos perder lo que no necesitamos, y cuando no necesitamos algo no sabemos cuidarlo y dejamos de tenerlo. No sólo resulta lógico, sino que admitirlo así sirve para estar en paz con uno mismo, responsabilizarse de la propia vida y no convertirse en uno de esos pelmas que van por ahí cargando en la cuenta de los demás sus propios fracasos.
Me sobrepuse a mis culpas, acepté mis quebrantos. Dejé de ser mi víctima y mi torturador. Los arrojé, a los dos, lejos de mí. Así me puse en pie. Y regresé. Pero como Teresa después de su absolución, ya no era el mismo. Me había convertido en alguien más desconfiado, quizás más malicioso, seguramente más triste. Desde luego, no puedo decir que hubiera recobrado la felicidad. La moraleja de mi historia no es que al final siempre sale el sol, se marchan las nubes y uno vive y baila de nuevo bajo un hermoso cielo azul. Lo que mi pequeño drama personal me enseñó fue, creo, algo mucho más útil: que se puede vivir, y también bailar, bajo la lluvia y bajo el frío, sin paraguas, sin impermeable y hasta sin zapatos, siempre que uno sepa encontrar dentro de sí la resolución de salir adelante.