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Fotografías: Ícaro |
El tallaje me inquieta.
Un repelús maravilloso amalgama.... el enclave. Y un tejemaneje rutinario esclarece... el entuerto.
De clavar.
De claudicar.
De cabal.
De cabestro.
De cabizbajo.
De candado.
De cornucopia.
Sus alas copulan toda la sinergia de colores, endemoniadamente serenos y todo el esplendor de nuevos sabores, terriblemente particulares e indivisibles.
El matiz es un dulce veneno que nutre.
Tan en paz que me acongojo.
El palafrenero ciñe la canana a la sombra errante y la cascarillada palangana de porcelana refleja el hondo y mármoreo olvido de huellas añejas, rancias y estríadas.
Quizás miccionar contra un muro de arenisca a dos palmos salpica sin lugar a dudas un par de detalles reveladores:
El primero es nítido, del charquito nace un barro íntimo que purga al siguiente paso.
Y el otro, dibujar ramas de árboles con el orín contra un paisaje amurallado de empinada arenisca alivia con meridiana ligereza las alforjas del pasado que por llegar transita imperecedero en ese yugo de mhiel o de hmiel.
Conclusión:
No hay tentación que se resista a pisar charcos.
Y esas pícaras gotas de orina ardiente son jugosa fruta prohibida que el muro nos ofrece sin ofensa y sí con fruición tan alevosa como placentera.
Se ha mojado el cielo.
A la legua una lengua se deja morder.
El paladar siempre es un escondite....
Ícaro ©