Los cuatro puntos cardinales son tres: el Norte y el Sur.

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jueves, 20 de noviembre de 2014

Segunda Hybris

El que hace una bestia de sí mismo se deshace del dolor de ser hombre
Samuel Johnson 


Christine von Diepenbroek 





(Antes de aquel instante ella albergaba océanos,
abisales dominios donde duerme la noche,
piélagos habitados por seres imposibles,
hidras, rayas, siluros, medusas, hipocampos,
formidables escilas de letal alarido).

Él sondeó las cálidas corrientes en sus sienes,
las venas una a una de aquel cuerpo reciente,
batíscafo de linfas se embriagó en el espasmo
del prodigioso pálpito que por fin la animaba,
al fin viva, al fin viva, al fin estaba viva.

Se sumergió en aquellas plácidas tibiedades
–tan lejos ya la fría blancura de su mármol
inerte a la caricia, desoladoramente
congelada al contacto su pasión de necrófilo–,
recorrió cada playa, descansó en las bahías,
seguro de que cada silencio era el primero,
porque la ley exacta del abismo la saben
los dioses solamente y él era un dios, lo era.

(Y ella sintió perpleja el trasiego en su vientre
sin discernir si el sueño era este o el otro).
Él concibió la fiebre de lo inmutable. Quiso
la obra de su deseo en un ya sempiterno,
perenne todo, todo perpetuamente inmane,
eis aiei, eis aiei, bramaba en su locura.
(Ella experimentó como una aguda ráfaga
el asombro fugaz de saberse a sí misma).

Planeó iluminarla de soles sin ocaso,
la clepsidra acostada sobre el truncado gnomon
habría de sellarlos en lo eterno. Mas dicen
que la palabra Siempre le cercenó los labios.
Qué dolor inefable de metales al rojo
lo atravesó, qué burla saberla tan efímera,
qué desmesura estéril si ella había de rendirse
también a la secuencia que todo lo consume.

Entonces él devino un fragor de blasfemias
contra el cincel y el beso y el hálito de Venus
que a través de su boca descabelladamente
le habían conferido la vida y su contrario.
(Y ella, casa sin puertas, a punto de vigilia
intuyó otro letargo duplicado en sus vísceras).

Aborreció la carne como hubo odiado el mármol,
y en sí mismo el principio que muta las sustancias
y a ella, que no era ella, porque no era perfecta
(ella no tuvo nombre, no se nombra lo Uno).
Y deliró el milagro de otra metamorfosis
–tal era su suplicio, pero él estaba ciego–,
y otra vez Pigmalión la deseó sin vida
porque sólo los muertos pueden ser inmortales,
otra vez solitario demiurgo insatisfecho
otra vez Pigmalión. 

Pedro Casariego









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