Los cuatro puntos cardinales son tres: el Norte y el Sur.

Mi foto
Instagram: icaro_1969

lunes, 9 de abril de 2012

Chesil beach


"Noche estrellada sobre el Ródano"

Vincent Van Gogh


El le tomó la mano izquierda y le chupó una tras otra las yemas de los dedos, y puso la lengua sobre los callos de violinista que había en ellos. Se besaron y fue en aquel momento de relativo optimismo para Florence cuando notó tensos los brazos de Edward y de pronto, en un hábil movimiento atlético, el rodó encima de ella y aunque cargó su peso sobre todo en los codos y los antebrazos plantados a ambos lados de la cabeza de Florence, ella se sintió inmovilizada e indefensa, y un poco sofocada debajo de su corpulencia.

Se sintió decepcionada de que él no se hubiese entretenido en acaraciarle otra vez la región púbica y desencadenar aquel extraño y expansivo escalofrío. Pero su preocupación inmediata -una mejora sobre la repulsión o el miedo- era guardar las apariencias, no desairarle a él ni humillarse a ella o parecer una pálida sombra comparada con todas las mujeres que él habría conocido. Iba a sobrellevar aquello. Edward nunca sabría el esfuerzo que le costaba aparentar calma. Su único deseo era complacerle y que la noche fuera un éxito, no tenía ninguna otra sensación que una conciencia de la punta del pene, extrañamente fría, que repetidamente chocaba y empujaba contra y alrededor de su utrera. Pensó que tenía controlados el pánico y el asco, amaba a Edward y lo único que pensaba era en ayudarle a que tuviera lo que tan ardientemente deseaba y que le amase tanto más por ello. Fue con este ánimo como deslizó la mano derecha entre la ingle de Edward y la suya. Él se alzó un poco para abrirle paso. Le complació a sí misma haber recordado que el manual rojo descretaba que era perfectamente aceptable que la novia "mostrara al hombre el camino".

Primero encontró los testículos y, sin ningún temor ahora, curvó los dedos con suavidad alrededor de aquel extraordinario bulto erizado que había visto en diferentes formas en perros y caballos, pero que nunca había creido del todo que encajase cómodamente en adultos humanos. Recorrió con los dedos la parte inferior y llegó a la base del pene, que palpó con un cuidado extremo porque ignoraba lo sensible o robusto que era. Pasó los dedos por su longitud, advirtiendo con interés su textura sedosa, hasta la punta, que acarició levemente, y luego, asombrada por su propia audacia, los deslizó un poco para cogerlo con firmeza, como a la mitad de su largura, y lo empujó hacia abajo, un ligero ajuste, hasta que notó que le tocaba los labios.

¿Cómo podría haber sabido el terrible error que estaba cometiendo? ¿Habría tirado de lo que no debía? ¿Habría agarrado demasiado fuerte? El lanzó un gemido, una complicada sucesión de vocales angustiadas en crescendo, un sonido similar al que ella había oído una vez en una película cómica donde un camarero que se tambaleaba a un lado y a otro parecía a punto de dejar caer una pila imponente de platos de sopa.

Soltó el pene, horrorizada, mientras Edward, incorporándose con una expresión desconcertada, arqueó en espasmos de espalda musculosa y se derramó encima de Florence en cantidades vigorosas pero decrecientes de gotas que le llenaron el ombligo y le bañaron el vientre, los muslos y hasta una parte de la barbilla y de la rótula con un líquido tibio y viscoso. Fue una calamidad y ella supo de inmediato que era culpa suya, que era una inepta, una ignorante y estúpida. No tenía que haber interferido, no debería haber creído lo que decía el manual. No le habría parecido más horrible si a Edward se le hubiera reventado la yugular. Qué típico de ella, aquel exceso de confianza con que se entrometía en cuestiones de tremenda complejidad; debería haber sabido de sobra que allí no pintaba nada la actitud que adoptaba en los ensayos del cuarteto de cuerda.

Y había otro elemento, mucho peor en sí mismo y por completo ajeno a su control, que evocaba recuerdos que ella había decidido mucho tiempo atrás que no le pertenecían de verdad. Tan sólo medio minuto antes se había enorgullecido de dominar sus sentidos y aparentar calma. Pero ahora fue incapaz de de reprimir su repugnancia primaria, su horror visceral a que la rociara el líquido, el limo de otro cuerpo. En cuestión de segundos, la brisa del mar había enfriado el fluido sobre su piel, y sin embargo, como ella preveía, parecía quemarla. Nada en su ser habría podido contener aquel grito de repulsión instantáneo. Sentirlo circular por su piel en regueros gruesos, sentir su ajeno espesor lechoso, su íntimo olor almidonado, que arrastraba consigo el hedor de un secreto vergonzoso encerrado en una reclusión mohosa.... no pudo evitarlo, tenía que deshacerse de aquello. Mientras Edward se encogía ante ella, Florence se volvió y se puso de rodillas, agarró una almohada de debajo de la colcha y se limpió frenéticamente. Al hacerlo sabía lo aborrecible, lo descortés que era su conducta, sabía que agravaba la desdicha de Edward, ver la dessperación con que ella se eliminaba de la piel aquella parte de él mismo. Y de hecho no era tan fácil. Se le adhería al esparcirlo, y algunas partes se le estaba ya secando como una pasta agrietada. Era dos personas: una, exasperada, que se restregaba con la almohada, y la otra que al verlo se detestaba por su comportamiento. Era insoportable que él la observase, que viese a la mujer despiadada e histérica con la que había cometido la estupidez de casarse. Ella podía odiarle por lo que él estaba presenciando y nunca olvidaría.

Tenía que alejarse de Edward.

Saltó de la cama en un impulso frenético de ira y de vergüenza. Y no obstante, su otro yo que observaba parecía decirle con calma, aunque no del todo con palabras: "Pero si estar loca es exactamente esto". No podía mirar a Edward. Era una tortura estar en la habitación con alguien que le había visto de aquel modo. Cogió de un manotazo los zapatos del suelo y cruzó corriendo el cuarto de estar, sobrepasó las ruinas de la cena y salió al pasillo, bajó la escalera, franqueó la puerta principal, rodeó el lateral del hotel y atravesó el césped musgoso.

Y ni siquiera dejó de correr cuando por fin llegó a la playa.

Chesil Beach. Ian McEwan

No hay comentarios:

Publicar un comentario