Los cuatro puntos cardinales son tres: el Norte y el Sur.

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sábado, 21 de abril de 2012

Retazos IX

Apreciada señora Lipsocket:

Lleva usted cuatro años enviándome regularmente sus poemas. Durante los tres primeros me esforcé en comentarlos, en ofrecerle a usted el consuelo de unas cuantas trivialidades, no sin darle a entender, taimadamente, que me dejara en paz de una pajolera vez. Y, sin embargo, ha persistido usted en el empeño, contra viento y marea. Me ha escrito cartas lastimeras. Me ha estrujado el corazón con el relato de sus sinsabores, de los cuales me he ido compadeciendo; sus ambiciones desmesuradas, tan parecidas a las mías; sus problemas ováricos; la crueldad del comité de su biblioteca; y los devaneos de su marido, que no considero de mi competencia. Ha sido usted causa de que durmiera mal, soñando que apaleaba animales pequeños.

Ante todo ello, me rindo.

No conservo copia de sus intentos anteriores, y los de ahora parecen peores que nunca, de modo que lo dejo a su elección: dígame qué seis versos quiere que le publique. Luego, no volveré a abrir ningún sobre que proceda de usted.

Atentamente,

Andy Whittaker.

Pequeño extracto del delicioso libro de Sam Savage, "El lamento del perezoso".
 
 
 
 
 
Hazaña


Todo,
todo
en el aire,
en el agua,
en la tierra,
desarraigado y ácido,
descompuesto
y perdido.
El agua hecha caballo antes que nube y lluvia.
Los toros transformados en sumisas poleas.
El engaño sin malla,
sin "tutu",
sin pezones.

La impúdica mentira exhibiendo el trasero,
en todas las posturas,
en todas las esquinas.
Las polillas voraces de expediente cocido,
disfrazadas de hiena,
de tapir con mochila.
Las techumbres que emigran en oscuras bandadas.
Las ventanas que escupen dentaduras de piano,
cacerolas,
espejos,
piernas carbonizadas.

Porque mirad
sin musgo,
mi corazón de yesca,
qué hicimos,
que hemos hecho
con nuestras pobres manos
con nuestros esqueletos de invierno y de verano.

Desatar el incendio.
Aplaudir el desastre.
Trasladar sobre caucho,
apetitos de pústula.
Prostituir los crepúsculos.
Adorar los bulones
y los secos cerebros de nuez reblandecida....
Como si no existiera más que el sudor y el asco;
como si sólo ansiáramos nutrir con nuestra sangre
las raíces del odio;
como si ya no fuera bastante deprimente
saber que sólo somos un pálido excremento
del amor,
de la muerte.
Oliverio Girondo.




Fotografía: Hassan Hizli




Mi soledad es un abismo; estoy desmoronado, como unas ruinas informes.

No comprendo a Farida, ¿por qué no ha querido enterarse? ¿por qué me condena sin oírme? Pero, extrañamente la adoro aún más. No tengo más voluntad que la suya, soy el puñado de arcilla que quiere moldear y aquí me ha puesto para hacerme más maleable. Veo sólo en sus ojos; me forjo a su capricho. ¿Por qué habría de oírme ni explicarme nada?.... ¡Pero si al menos me hubiesen atado y colgado sus propias manos!.... será demasiado pedir.

Aun así soy suya, reducida a objeto, no soy mi dueña sino ella. El dolor del castigo me permite ofrecerle un presente, al tomar de mí lo que puedo darle. La tensión dolorida de mi postura me hace tomar conciencia de fibras de mi cuerpo desconocidas: carne atirantada de mis brazos, nódulos en mi torso, aristas en mis axilas, huesos ignorados y puestos a prueba en mis pies. Farida me los reserva y me los regala, enriquece mi cuerpo con el dolor. Floto en un agujero negro, pierdo la noción de la continuidad, mis sentimientos se descoyuntan, se disgregan, los nudos de la personalidad se deshacen. Punzadas específicas y transitorias, calambres fugaces con que el dolor recorre un miembro, y ahora ya, después de no sé cuánto... respiración fatigada. Soy rendición, entrega, mis dedos de los pies ceden, se doblan, cuelgo de mis muñecas irritadas por la cuerda, mi cabeza se dobla sobre el pecho como en los crucifijos... como última llamita de una vela extinguiéndose, aún se algo de mi yo, el recuedo de un místico sufí:
No te encontrarás a ti mismo, no serás del todo tú,
mientras no te hayas sentido enteramente en ruinas.


Y, a punto de apagarse del todo mi pensamiento consciente un sonido lo reanima: el taconeo inconfundible, el rayo unísono de su voz rompiendo mis tinieblas:

-¿Qué? ¿Has aprendido algo?
- A adorarte mejor.
¡Qué estropajosa suena mi lengua!
-¿Cómo?
-He aprendido a ser tuya del todo ...gracias, Señora.
-Me alegro.
He oído un armónico de ternura en su voz. Pero no cuando prosigue:
-Pero, todavía te falta mucho. Lo de esta tarde....
-Castígame cuanto quieras, pero te juro que no fue un ardid ¿Por qué no me dejaste de hablar?
¡No te imaginaba allí, no entré a mirarte!
-Te creo, pero no es por eso el castigo.
-¿Entonces?
-Por tus ojos en aquel momento. Aquel deseo en tus ojos, inconfundible.
Me asusta su voz, ¿De qué hondura le ha salido, de qué viejo drama?¡Qué suplicio no poder ver el rostro que me escupe estas palabras!
-¿Deseo? Sólo mendigo Señora, no espero nada.
-¡Mientes! Deseo repugnante, baboso, de macho. ¡Posesivo!¡Odioso!.
-¡Por favor! mírate en mis ojos y no verás nada de eso...al contrario. ¡Quítame esta venda y mírame!
-No.... odioso. Y ese deseo te lo voy a arrancar de cuajo. Haré que desees de otro modo. Que ames poseída según tu género, y basta.
La oigo casi jadear, calmándose. Continua:
-¿Adónde fuiste cuando te eché fuera? Mientras yo acabé de vestirme. ¿Adónde?
-Esperé a que salieras. Allí mismo.
-¿No irías a los lavabos, a aliviarte esto?
Una punta dura toca mi sexo, a través de la braguita.... ¿una fusta?
-Ya te lo he dicho.... ¡Si eso te repugna córtamelo todo! ¡Opérame!
-No me repugna, ya lo has comprobado. Sólo quiero que lo uses según eres.
Guardo silencio. Vuelvo a ser San Sebastián, pero ahora de verdad, aguardando los golpes. Los ofrezco a mi Diosa de antemano.
¿Dónde descargará? Pero la saeta es oral, inesperada:
-¿Sabes como he venido a verte colgada? Estoy desnuda sólo con zapatos...desnuda: lo que tú fuiste a ver, ¿no?
-¡No, no!
-¡Calla! desnuda estoy, pero no para tus ojos; no para ti. ¿Imaginas?
¡Cielos si imagino! Incluso huelo su cuerpo, esa cercana desnudez. La cuerda que me ata se hace más implacable. Pero, aunque se desatara: soy arcilla en sus manos.
-Estoy a tu espalda y te voy a soltar. Cuando estés libre saldrás de aquí en el acto, sin volver la cabeza, sin intentar verme. Contrólate tú sola. Iras a vestirte para la calle con tu traje y me esperarás en mi despacho.... ¡Cuidado! si te vuelves a mirar se acabó todo.



El amante lesbiano, José Luis Sampedro.




 

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