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Porque
el problema, ya lo pensé entonces, no es usar el femenino, sino la
mujer que ponemos detrás de ese femenino. Para explicar el cambio de
género hemos recurrido mil veces al valor de la performance, a su
capacidad de cuestionar la realidad social. Con el femenino
interpretamos por supuesto, lo vivimos, somos otros/otras, y la ficción
tiene el poder de interrumpir lo cotidiano, de invadirlo. Pero si antes
revolucionábamos con el femenino (Mendicutti dixit) lo cierto es que
ahora tan sólo revolvemos. No hay que escarbar mucho para darse cuenta
de que el imaginario colectivo de los gays ha usado a la mujer para
construir una ficción monstruosa. Si yo soy responsable de la ideología
de mis novelas, no puedo lavarme las manos ante esa otra ficción con la
que convivimos diariamente. Ese personaje de descerebrada, guapabonita,
divinísima, pija, loca por los trapos ortodoxamente femeninos, esa
esclava feliz que a la primera oportunidad finge sacar el pintalabios,
que se muere de gusto ante el poder del macho, ya no me divierte lo más
mínimo y su ironía, potente en otro tiempo, creo que hace mucho que se
perdió. Alguien comentó una vez que ésa mujer que hemos construido
entre todos —porque es que es siempre la misma— sería el ideal de un
machista de pro. Sólo habría que observar un poco en una noche de
terrazas para comprobarlo. Parece que representamos lo que odiamos.
Encarnamos los tópicos que nos han dañado, los que nos han perseguido
desde nuestros tiempos de hijos felices. Hay noches del ambiente en las
que parece que han convocado un casting para el personaje de Annette
Bening en American Beauty. ¿Qué supondría para un actor vivir
permanentemente con un personaje alienado hasta ese punto? Por supuesto
que esa ficción femenina de contoneos y suspiros y saltitos no es la
mujer que nos hace falta, ni es Rosa Luxemburgo, ni Fefa Vila, ni por
supuesto Pat Califia o Gerturde Stein (estas dos al parecer tan poco
femeninas con comillas en la forma y tan femeninas sin comillas en el
fondo). Así que, la verdad, o remozamos nuestro imaginario o
abandonamos el femenino. Ayer mismo, hojeando revistas, me encontré con
un artículo a ocho columnas sobre el Ku Klux Klan. En colorines, junto
a otras de cruces llameantes, había una foto del Gran Brujo Imperial
del KKK y de su mujer Muriel. Mechas rubias cardadas, discreto
maquillaje, pendientes algo ostentosos de perlitas y rubíes, traje
femeninísimo color rojo coca cola haciendo juego con los rubíes. Todo
esto en ella, claro, no en él. No tardé en darme cuenta de lo que se
parecía esa glamourosa Muriel a la mujer que encarnamos.
Y la verdad es que, llegados a este punto, yo al femenino lo cerraría por obras.Manuel Soto
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