Los cuatro puntos cardinales son tres: el Norte y el Sur.

Mi foto
Instagram: icaro_1969

lunes, 23 de abril de 2012

Estás perdiendo la cabeza

Fotografía: Kemal Kamil
 
 
 
 
 
- ¿Cómo era papá? - le pregunté a mi madre.
- Crujiente, un poco salado, rico en fibra.
- Quiero decir antes de comértelo.
- Era un mequetrefe inseguro, angustiado, neurótico, un poco como todos vosotros, los machitos, Visko.

Me sentía más cercano que nunca a aquel genitor al que no había llegado a conocer, que se había descompuesto en el estómago de mamá mientras yo era concebido. De quien no había recibido calor sino calorías. Gracias, papá, pensé. Sé lo que significa, para una mantis macho, sacrificarse por la familia.

Me detuve un instante, en grave recogimiento, ante su tumba, es decir, ante mi madre, y entoné un miserere.

Al poco rato, como pensar en la muerte nunca dejaba de provocarme una erección, consideré llegado el momento de reunirme con Ljuba, el insecto al que amaba. La había conocido un mes antes, en el matrimonio de mi hermana, que por otra parte era también el funeral de mi cuñado, y había quedado prisionero de su cruel belleza. No habíamos dejado de vernos desde entonces. ¿Cómo había sido posible? Dios me había bendecido con el don más apreciado por nosotros, los mantis: la eyaculación precoz, condición indispensable de cualquier historia de amor que aspire a no ser efímera. La primera semana había perdido solo un par de patas, las reptatorias, la segunda el prototórax, con sus anexos para el vuelo, la tercera...

- ¡No lo hagas, Visko, por el amor de Dios! - empezaron a gritarme mis amigos Zucotic, Petrovic y López, encaramados en las ramas más altas.

Para ellos la hembra era el demonio, la misoginia una misión. Desde la metamorfosis sufrían algún tipo de desviación o disfunción sexual, habían adoptado los votos del sacerdocio y se pasaban todo el santo día mascando pétalos y recitando salmos. Eran muy religiosos.

Pero no había oración que pudiera detenerme, no ahora, que oía el gélido suspiro de mi amada, el sombrío rumor de sus membranas, su fúnebre y burlona sonrisa. Me moví frenéticamente en dirección a aquellos sonidos, con la única pata que me quedaba, apoyándome en mi erección, esforzándome por visualizar la gloria de sus formas, ahora que no podía verlas porque ya no tenía ocelos, ahora que no podía olerlas porque ya no tenía antenas, ahora que no podía besarlas porque ya no tenía palpos.

Por ella había perdido ya la cabeza.
 
 
Alessandro Boffa
del libro: Eres una bestia, Viskovitz
 
 
 
 
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario