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lunes, 16 de abril de 2012

El lustre de la perla

Entonces retiró la mano. Se puso otra vez pensativa y sonrió.

-De niña leí un cuento persa sobre una princesa, un mendigo y un genio. El mendigo libera al genio de una botella y éste le recompensa con un deseo; pero el deseo, ¡cómo siempre pasa! exige unas condiciones. El hombre puede vivir setenta años en un estado de bienestar normal, o bien puede vivir una vida de placeres (casado con una princesa, con criados que le bañan y túnicas de oro) durante quinientos días. - Hizo una pausa y añadió: ¿Qué elegirías si fueras el mendigo?

Yo vacilé.

-Esas historias son tontas -dije por fin-. A nadie le preguntan nunca...

-¿Qué elegirías el bienestar o el placer?

Se puso una mano en la mejilla.

-El placer, supongo.

Ella asintió.

-Por supuesto. Lo mismo hizo el ombligo. Me hubieras entristecido si hubieras dicho lo otro.

-¿Por qué?

-¿No lo adivinas? -sonrió de nuevo-. Dices que no tienes que responder ante nadie. ¿No tienes.... tampoco un ser querido? -Moví la cabeza, quizás con amargura, pues ella suspiró con cierta satisfacción. Dime, entonces... ¿Te quedarás conmigo aquí? ¿Recibiendo placer y dándolo a su vez?

Durante un segundo sólo acerté a mirarla con expresión estúpida.

-¿Quedarme con usted? -dije-. ¿Quedarme como qué? ¿Cómo invitada, sirvienta....?

-Como mi puta.

-¡Su puta!. -Parpadeé; oí cómo se endurecía mi voz-. ¿Y cómo se pagará por eso? Muy generosamente, me figuro....

-Querida, te lo he dicho: ¡tu sueldo será el placer! Vivirás aquí conmigo y gozarás de mis privilegios. Comerás en mi mesa, viajarás en mi cupé y te pondrás la ropa que yo te escoja... y te la quitarás también cuando te lo pida. Serías lo que las novelas sensacionalistas llamana una "mantenida".

La miré y luego miré a otra parte: al cobertor de seda encima de la cama, al ropero lacado, al cordón de la campanilla, al arcón de palisandro.... Recordé mi habitación en casa de Mrs. Milne, donde en los últimos tiempos estaba muy cerca de sentirme plenamente feliz; pero también recordé las obligaciones crecientes que más de una vez me habían inquietado allí. ¡Cuánto más libre sería yo, paradójicamente, si estuviera vinculada a aquella dama, atada a la lujuria, encadenada al placer!

Y, sin embargo, era asimismo un poco repulsivo que me hiciera semejantes promesas con tanto desparpajo. Dije, de nuevo, con una voz dura:

-¿Y no tiene miedo de la sensación "usted"? Parece muy segura de mí, ¡pero no me conoce de nada! ¿No le preocupa que arme un escándalo, que cuente su secreto a los periódicos...., a la policía?

-¿Y, de paso, el tuyo? Ohh, no, Miss Rey, no tengo miedo de la sensación: ¡por el contrario la busco! ¡Busco causar sensación! Y tú también. -Se me acercó un poco más y acarició con un dedo un mechón de mi pelo-. Dices que no sé nada de ti, pero no olvides que te he observado en las calles. ¡Con qué frialdad te exhibes, deambulas y flirteas! ¿Pensaba que ibas a jugar a Ganímides para siempre? ¿Creías que por llevar una polla de seda no tenías un coño en la juntura de tus bragas? -Tenía la cara muy cerca de la mía; no me dejaba apartar mis ojos de los suyos. Dijo-:

Eres como yo: lo has demostrado esta noche, ¡lo estás demostrando ahora mismo! ¡Estás hambrienta de las de tu propio sexo! Quizás pensaste en sofocar tus apetitos, ¡pero sólo has conseguido que se vean más! Y por eso no vas a armar un escándalo, por eso vas a quedarte y ser mi puta si yo lo deseo. -Imprimió a mi pelo una torsión cruel-. ¡Reconoce qué es como yo digo!

-¡Sí!

¡Porque así era, así era! Había dicho la verdad: había descubierto todos mis secretos; me lo había demostrado a mi misma, no sólo con sus palabras virulentas en aquel momento, sino con todo -los besos, las caricias, el polvo que habíamos echado en la silla- lo que la había empujado a decirlas, ¡y yo me alegraba! Había amado a Kitty, siempre la amaría. Pero había vivido con ella una especie de extraña vida a medias, escondiéndome de mi auténtico ser. Desde entonces me había negado a amar totalmente, me había convertido -o eso, creía- en una persona inmune a la pasión, que sonsacaba a otras secretas y humillantes confesiones de lascivia, pero sin ofrecer nunca la mía. Aquella mujer acababa de arrancármela; me había dejado tan desnuda como si me hubiese desgarrado la piel aullante de mis huesos blancos. Se apretó más contra mi, y cuando percibí su aliento cálido en mi mejilla, sentía que mi deseo renacía al encuentro del suyo, y me supe transida. 



El lustre de la perla. Sarah Waters.







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